sábado, 23 de abril de 2011

Azul esperanza

por Montse








       Ayer llovió.
       Quizá por eso hoy el cielo luce un azul alegre, moteado de inmaculados sueños infantiles, de deseos lanzados al vuelo, de fantasías de jóvenes danzantes sobre un tapiz de verde optimismo, de corazones que persiguen quimeras alcanzables, de soplos de poesía…
       Y la tierra, verdeante, viste sus mejores galas; la retama se abre para escuchar el tintineo de campanillas y violetas, las risas de margaritas y dientes de león, el murmullo de abejas y mariquitas y el vaivén que mece las sonrojadas amapolas.
       Día a día las nubes se ensucian de dudas, de dificultad, de decepción.
       Y se enturbian de tristeza, de recelo, de indecisión, de desánimo.
       Y se ensombrecen de pena y de pesimismo.
       Y el sol se esconde tras nimbos enlutados.
       Mañana lloverá.

viernes, 22 de abril de 2011

Procuración

por Lila








       La vejez, esa decrepitud. El olor permanente a orina, olor a gato.

       Ella amaba a su gato, se lo acomodaba entre los pechos blancos y él ronroneaba allí junto al escote de terciopelo verde. Yo sentía odio por él pero nunca lo dije y ella, con un mohín fruncido de los labios pintados murmuraba: “mi astuto felino, minino, pantera” mientras los dedos de uñas granates ligeramente sucias hacían caricias circulares sobre la cabeza del animal.
       Yo la amaba, eterna y raídamente como mi único traje negro. Me atraían su perfume, sus muslos suaves sin vello, el sabor a chocolate de la boca y hasta esa leve acritud de las axilas.
       Nos conocimos en la oficina en donde ella, Amanda, trabajaba. Creo que la impresioné la primera vez con mi pelo engominado y la corbata oscura. Tengo la certeza de que pensó que yo era algo más de lo que soy.
       Me presentaron como “nuestro joven procurador, una promesa jurídica…” y a partir de ahí aceptó riendo la rosa que le llevé una mañana. La esperé a la tarde de ese mismo día y con naturalidad se tomó de mi brazo. Su blusa blanca contra mi manga oscura.
       A veces hablábamos. Hablaba ella de su madre, del gato, de la veneración que los “egipcios” tenían de ese noble animal. Yo asentía, parco como siempre porque las palabras no me brotan rápidamente.
       La invité a cenar en mi departamento. Ninguna mujer había entrado antes y esa noche lo vi a través de sus ojos. Decepción ante la vajilla despareja, indiferencia frente a las fotos familiares en la pared y a las carpetas de crochet tejidas por mi madre, una ligera mueca de desagrado frente a los muebles oscuros y las sillas tapizadas de gobelino. El péndulo del reloj marcó las dos horas que duró la cena: entrada de jamón con palmitos, pollo al horno con papas ―que cociné yo mismo― y masas finas de postre. Ella trajo una botella de vino y dejó la marca de los labios pintados en el borde de las copas.
       Volvió otra tarde y la amé; fui torpe pero a ella pareció no importarle demasiado. Me preguntó después mientras se calzaba las medias por los asuntos de la escribanía. De la procuración, quise decirle, pero qué sentido tenía aclarar la confusión en ese momento de humedad agria, sábanas revueltas y mi ineficaz desempeño.
       ―Ahí van ―dije―. Muchos trabajos. Mucha gente que muere.
       Después de unas semanas me presentó a su madre y no le gusté. A mí tampoco me agradó pensar que Amanda se parecería a ella, que las mejillas le caerían flojamente sobre los labios endurecidos y que el olor a gato perfumaría sus polleras.
       Nuestra relación se parecía a los expedientes que yo fatigadamente arrastraba por oscuras secretarías de juzgados. No prosperaba.
       Un día, casi al pasar, como un roce felino entre las piernas, me dijo que había conocido a un abogado, un hombre ya mayor, y que se iba con él. Vivirían fuera de la capital y ella iba a ser secretaria en el estudio jurídico.
       No le reproché nada; tampoco me había hecho promesas de amor eterno ni yo supe retenerla. ¿Para qué servirían las palabras? Más bien, después me recriminé a mí mismo por ser así, tan tímido, tan poca cosa. Sufrí, sí, pero seguí viviendo.

       Permanezco en el mismo lugar, un poco mejor. Me he deshecho de las carpetas de crochet, otras láminas adornan las paredes, reemplacé las sillas y el sofá por muebles más modernos y he encontrado una compañera silenciosa a la que no sé si quiero o aborrezco.

       Me sorprendí al oír el timbre y al abrir la puerta la vi: Amanda, más voluminosa.
Al entrar los ojos azules recorrieron el lugar al que sentía extraño. Noté que su pelo sin brillo necesitaba un retoque de tintura, que había perdido un diente y que los dedos que jugaban nerviosos con el collar estaban amarillos de nicotina.
       Habló como si se hubiera ido el día anterior y yo no podía entenderla ni escuchar sus razones. Oía, sí, el tiempo latir en el reloj de péndulo.
       Le hice un gesto con la mano, un gesto de despedida, sin palabras. Pero me di cuenta de su asombro cuando vio sentada entre almohadones a la gata rayada.
       Cerré la puerta cuando se fue, una silueta pesada y torpe. Me encaminé luego acomodándome los anteojos hasta el espejo de azogue manchado y me vi, triste procurador de oficios pendientes.

       Nada que contar. Un papel blanco en el archivo. Un inconfundible olor a gato.

La cena


Por Magda


       Delante del espejo se prepara para la cena que se aproxima. Esta noche vendrá, se sentará frente a ella y podrán disfrutarse durante toda la velada. Se ha recogido el pelo, se coloca despacio los pendientes, el colgante que a él tanto le gusta y que realza su cuello, ese cuello que tanto le ha oído ensalzar. Seguro que se abrazan, quizás pueda decirle lo que le quiere. Termina de arreglarse el vestido, realmente está preciosa, se ha vestido exclusivamente para él. Baja la escalera y entra en el comedor con la amplia sonrisa dibujada en su boca. Todos están ya en la mesa, esperando. Siente como su admiración la abraza al pasar a su lado, seguro que piensa que está espectacular aunque no le diga nada, la envuelve con una mirada de orgullo que sus ojos devuelven complacidos. La reunión está resultando un éxito, todos disfrutan de una comida exquisita, una charla animada. Ella de vez en cuando posa con disimulo en él toda la ternura que sus ojos son capaces de dar, se lo comería a besos si no fuese porque su relación siempre ha sido distante, comedida. La noche termina con brindis, abrazos, besos de buenas noches a las puertas de sus habitaciones. Ella se mete en la cama feliz al lado de su esposo, sabe que ha triunfado, que para él no ha habido ninguna otra mujer en el comedor.

       A la mañana siguiente cuando se levanta aún disfrutando de su sueño él ya está en la cocina, ha madrugado y se prepara un café bien cargado.
       —Buenos días cielo, ¿has dormido bien? —la dice mientras la besa en la mejilla
       —Estupendamente —contesta ella mientras prepara un té humeante, coge la taza y se dispone a salir.
       —¿Sabes? Anoche estabas preciosa.
       Ella se vuelve, le sonríe
       —Gracias, papá

jueves, 14 de abril de 2011

Carlitos

por Rubén Padula

Cansado de peinar travestis y muchachas de barrio, Carlos entró de aprendiz en el frigorífico. Lo ubicaron en la sección Vísceras, con el travieso designio de mofarse de sus pulcras manos. Con rapidez aprendió a distinguir un chinchulín de una tripa gorda, una molleja de un coágulo. Provisto de una faca corta separaba de los piletones, con habilidad manifiesta, las achuras de los bovinos. No pasó desapercibido al capataz quien sugirió al jefe de planta su envío a la sección Destripe. Ahora sí, con la faca larga, filosa y puntuda, era el encargado de abrir el animal y volcar sus entrañas en las carretillas para su ulterior selección. La precisión del corte, la hábil maniobra de muñeca abriendo el tajo reciente y la penetración de ambas manos y brazos hasta las honduras del animal le valieron el mote de Jack, poco original sobrenombre nacido de entendederas sencillas.

Meticuloso como él, no perdió la oportunidad de mostrar, en un descanso de media mañana, su colección de navajas y tijeras. Un brillo inusual en la negrura de sus ojos alertó a sus compañeros. Con idéntica habilidad de matarife jugaba con el acero de las hojas espejando el sol en las gargantas de los otros.

Dejaron de llamarle Jack. Carlitos es un buen compañero.

sábado, 9 de abril de 2011

Los cuervos


Por Daniel


Olvidar y empezar de nuevo, eso pretendía yo. Ahora lamento haber permanecido tan aislado. Postrado en el piso ya nada puedo hacer, salvo esperar a que termine esta pesadilla.
He vivido en esta choza, solo, durante años. Un bosque de eucaliptos la rodea. Al bosque lo atraviesa una sola calle de tierra por la que casi no pasan autos. Aquí el tiempo fluye de otro modo y nunca necesité reloj. Tengo un único vecino, con el que hablé pocas veces. Jamás nos ayudamos ni nos buscamos, aunque no era difícil que nos cruzáramos en el pueblo, que está a dos kilómetros. A pesar de mi edad siempre pude recorrer esa distancia caminando.
Pero anoche, después de la cena, me disponía a cerrar la ventana cuando un dolor en el pecho me hizo caer. Inútilmente intenté levantarme, cada movimiento era una intensa puñalada. Quieto en el piso traté de relajarme y esperé a que desapareciera el dolor.
Después de una o dos horas vi en la ventana el reflejo de las luces de un auto. Oí el motor y el escape cada vez más cerca. Cuando noté que las luces se alejaban y que el auto no se detenía, comprendí que se esfumaba mi única posibilidad de ser rescatado. La verdad es que nunca se había detenido un auto frente a mi casa en tantos años, pero creí que aquél lo haría.
No recuerdo haberme dormido, pero sé que tuve los ojos cerrados por un tiempo que no puedo precisar. Al principio no entendí qué hacían esos pájaros negros en la casa, pero ahí estaban. Miré alrededor: la sala se hallaba infestada de cuervos. Volví a cerrar los ojos, volví a abrirlos. Mi visión no me estaba engañando: los cuervos aún me acechaban.
Eran al menos cien. Se habían encaramado en el respaldo de las sillas, en la mesa, en el alféizar, en los muebles. Sólo unos pocos, los más inquietos, hacían oír sus graznidos. Cuando éstos dejaron de graznar, la casa quedó de nuevo en silencio.
Gradualmente, el dolor de mi pecho disminuyó. Traté de incorporarme, pero mis movimientos eran torpes. Me di cuenta de que tenía paralizada la parte izquierda del cuerpo. En vano grité y maldije a no sé quién por mi desgracia.
Un cuervo se me arrimó a la cara y, mientras el resto permanecía en silencio, dejó escapar un grito. Lo escupí y miré para otro lado. Apreté los dientes, seguro de que me atacarían. Pero no reaccionaban.
—¡Fuera! —moví el brazo para espantarlos—. ¡Déjenme morir en paz!
Y, sin querer, mi mano golpeó una silla, que se tambaleó. Los cuervos encaramados en ella agitaron fuerte las alas, se mantuvieron en el aire unos segundos y volvieron a posarse sobre la misma silla. Ninguno intentó picotearme. Quizá esperaban una hora precisa, una señal.
El pasado me dio vueltas en la cabeza, y entre tanta desesperación comprendí algo. Comprendí por qué los cuervos habían entrado y por qué supieron en qué instante yo caería moribundo. Ahora sé que todo es culpa mía.
No podía escapar de la casa, debía encerrarme. Me arrastré hacia el dormitorio. El peso de mi cuerpo recaía sobre mi brazo derecho, que sangró al rasparse contra el suelo de piedra. A medida que avanzaba, los cuervos, siempre detrás de mí, se me acercaban saltando de un objeto a otro. Una vez que logré entrar en el dormitorio, cerré la puerta con el pie que aún me respondía. Todos los cuervos quedaron del otro lado.
Ahí permanecí, hasta ahora.
Ya no hacen ruido. Tampoco los veo. Pero eso no me tranquiliza. Sólo simulan haberse ido. ¿Acaso creen que abriré la puerta y dejaré que me destrocen?
A mi alcance hay una lámpara, una pila de libros y una botella de licor. Ninguna de estas cosas sirve para defenderme. Ni siquiera una escopeta podría desatar mis conjuros.
Más de una vez, lejos de esta casa y de este bosque, practiqué la magia. Nunca quise hacerle daño a mi hermano, pero cometí una torpeza, un mero descuido, y ahora vivo en carne propia las consecuencias a pesar de los años que han pasado.
Se están poniendo impacientes. Escucho aleteos y graznidos del otro lado de la puerta, que han empezado a picotear y que, deteriorada por la humedad, no significa un gran obstáculo para ellos. Van a entrar de un momento a otro y presiento que no se quedarán quietos esta vez.
Me arrepiento, me arrepiento de todo lo que he hecho. Si no me hubiera metido en esas cosas, Miguel no habría muerto. Y nunca habrían venido a buscarme.