miércoles, 9 de junio de 2010

Regreso al hogar (infierno, columpio, armonía)

Montse Villares


      Bajó del tren que le condujo al pueblo de sus padres. Durante el trayecto se balancearon en el columpio de la memoria recuerdos de su infancia. Con la mano se estiró la falda negra de tergal y se colocó bien la chaqueta del mismo color. Era duro regresar para asistir al entierro de su padre, el mismo que le echó de casa hacía una eternidad. Recorrió con pasos cortos el camino. La puerta estaba abierta. Al traspasar el dintel, recuperó olores de su niñez. Mientras subía los escalones, hasta el primer piso, le salpicaron recuerdos olvidados; los ratos escondida en el hueco de la escalera para librarse de algún azote, el desconchón en la pared cuando su padre se quitó la correa para amedrentrarla delante de su novio… Llamó al timbre. Acudió una vecina que acompañaba a su madre.
      —Fina, es tu hija, Rosario.
      La encontró sentada en una silla de madera, junto a la cama donde reposaba su padre. Se abrazaron. Lloraron en silencio.
      —Vamos fuera, madre.
      Apenas un instante le miró. Ya no le podía hacer daño. Pese a ello, aún tenía grabada la ira de sus ojos la última vez que le vio. Salió de la alcoba tras los pasos de su madre.
      —¿Estás bien, hija?
      —Sí —mintió.
      Pero a una madre no se la puede engañar. Le cogió las manos. Debía esperar a que se abriera. ¿Cuántas veces quiso saber de ella?... Perdió la cuenta. No solo las separaban los kilómetros. Se fue tan deprisa y sin dejar ninguna seña… Supo de ella por conocidos, otros que, como también emigraron a Barcelona, pero que mantenían el contacto con la familia. Por ellos sabía que no tuvo hijos aunque sí un aborto, que no salía sin su marido más que para ir a comprar, que intentaba ocultar con maquillaje las palizas que le propinaba. No tuvo suerte, pero ahora estaban juntas. Lloraba emocionada y la besaba de tanto en tanto.
      —¡No sabes cuánto te he echado de menos! ¡ni cuánto te necesito!
      Durante la tarde acudieron vecinas, parientes y amigos a darles el pésame y velar el difunto. Llenaron la atmósfera de pena, lágrimas, angustia, hipocresía y preguntas. ¿No tuviste hijos?, ¿hasta cuándo te quedarás?, pero ¿has venido sola? ¿cómo que no ha venido tu marido? Envuelta en aquel tumulto asfixiante, del que no podía escapar, le punzaban las sienes y sintió náuseas.
      —Le hago una manzanilla, madre. —Se levantó despacio y respiró aire libre de falsedad en la cocina.
      La noche parecía no acabar pero llegó el alba y disipó los últimos veladores. Desayunaron café con alivio y unas galletas.

      —Hija, no me has contado nada de ti.
      —¿Qué quiere que le cuente?
      —¿Estás bien?
      —Sí —mintió otra vez.
      —Está bien. Voy a cambiarme.
      A las diez era el entierro. Una marea de plañideras enlutadas las envolvió hasta casi ahogarlas. Acabada la misa acudieron en procesión hasta el cementerio. Tiraba de su madre, cogida del brazo, para llegar cuanto antes a casa. Deseaba que aquello acabara, estar solas y la arrebataba de los brazos de todo aquel que, en vez de descargarla de su dolor, le añadía el de otros fallecidos.
      Como toda pesadilla, acabó. Al llegar a casa cerró la puerta a cal y canto.
      —¿Qué haces? ¿por qué cierras? Puede venir…
      —Necesita descansar.
      Al poco llamó la vecina. Les trajo caldo de gallina que las animó un poco. La hija cambió las sabanas de la cama, corrió las cortinas y condujo a su madre hacia ella. Se acostaron las dos juntas un rato.
      —Hay tantas cosas por hacer...
      —Luego, madre.
      La madre no podía dormir pero disfrutó de la paz, de estar solas, de contemplarla. La abrazó como cuando de pequeña llegaba llorando y se le tiraba en brazos buscando consuelo. Que la malcriaba… le parecía oír la voz áspera del difunto rompiendo la armonía del momento.
      La madre sonreía cuando ella despertó.
      —Sabes, Rosario, he pensado que te podrías quedar aquí conmigo una temporada. Nos vendría bien.
      —Pero madre, no puedo, mi marido…
      —Bueno, ya pensaremos algo —dijo levantándose decidida.
      Ella tardó algo más. Tenía que ordenar sus pensamientos y no era fácil. Su madre le ofrecía una salida del infierno, pero no se iba a librar del demonio tan fácilmente. Sabía de sobras que no se podía negociar con él.
      Los días siguientes una actividad frenética las tuvo ocupadas; recoger la ropa del fallecido, llevarla a la iglesia, escribir cartas a familiares lejanos para comunicarles la pérdida, trámites de papeles, arreglar la ropa negra que tenía la madre para aprovecharla, pintar la habitación, limpieza a fondo, visitas al cementerio… Tuvo que ir a la estación a cambiar el billete.
      —¿Para qué día se lo pongo?
      —Para el quince. Este sábado no, el siguiente. —Le temblaba la voz. Sabía que él se enfadaría, pero estaba lejos.

              * * *

      No le vio llegar. La siguió de lejos. Ella regresaba de comprar. Entró en casa y poco después él aporreó la puerta.
      —¡Ábreme!, ¡¿Me oyes?!
      —¿Qué hago? —Rosario miró atemorizada a su madre.
      —Espera —dijo dirigiéndose a su habitación. Sacó una vieja escopeta de caza, la cargó con dos cartuchos y se la colocó en posición defensiva. —Ya puedes abrir.
      Los golpes de la puerta alertaron a los vecinos que acudieron en masa.
      Rosario abrió la puerta, alejándose rápidamente tras la madre. Él se quedó en el umbral mirándolas a ellas y a la escopeta.
      —Si quieres puedes pasar, pero no te acerques a mi hija. Si la tocas, disparo.
      —¿Qué coño le has contado?
      —No ha hecho falta. Tus hazañas te preceden —sin dejar de mirarle.
      La escopeta era vieja, probablemente no funcionara pero la mirada de aquélla loca deseando verle muerto le asustó, no se lo esperaba. Más le valía esperar a que bajara la guardia. Se alejó. Los vecinos aplaudieron la valentía de aquella mujer.
      Rosario no se atrevía a salir a la calle. Temía encontrárselo. Supieron por la vecina que andaba por la taberna del pueblo. Por lo visto no había entendido el aviso.
      Unos días más tarde llegó a la casa un cazador furtivo con un conejo.
      —Llévatelo a la cocina y lo vas arreglando —le dijo a Rosario.
      Unos billetes enrollados cambiaron de mano mientra se despedían.
      Un par de días después se leía en el diario local: Accidente de caza. Se ha encontrado en el coto el cuerpo sin vida de A. F. M.