sábado, 1 de mayo de 2010

Caldo de muerto

Alicia

      Hace veinticuatro horas era un paria condenado al cadalso y ahora estoy a punto de convertirme en un hombre rico. La explicación a este prodigio es tan inverosímil que seguramente nadie llegue a dar crédito a mis palabras. De cualquier modo, ahora no puedo sino sentarme a recordar estas últimas horas que he vivido.
      Me presentaré.
      Soy ladrón. No uno famoso, es cierto, nunca he protagonizado grandes hazañas, sólo soy un humilde ladrón que se ha ganado la vida con más pena que gloria. Por desgracia, la casualidad de encontrarme en el lugar equivocado en el momento menos oportuno, me hizo amanecer con un desagradable nudo de horca alrededor de mi cuello.
      De nada me sirvió replicar ni apelar a la Justicia que poco tiene que hacer en tiempos como estos en los que se vende al mejor postor. Solo un milagro podría salvarme, y en cierto modo, así fue.
      Justo cuando la soga comenzaba a arañar mi cuello, una comitiva de diez hombres encapuchados entró en la plaza portando un cadáver entre cuatro cirios.
      Tal era la ceremonia con la que se movían que era imposible dejar de mirarlos.
      -¡Paso a los restos mortales de Santa Catalina! ¡Abrid camino a la Santa!
      Entre murmullos, el gentío dejó de prestar atención a mi ejecución para centrarse en tan ilustre acontecimiento. Las mujeres caían a los pies del féretro llorando y rezando. Otros fieles suplicaban favores a la Santa y los más, se agolpaban por ver si podían robar algo confundidos entre el gentío.
      -Ahora que voy a pasar a mejor vida -pedí a mi verdugo- por favor, permitidme rogar a Santa Catalina que interceda por mi ante el Altísimo.
      Estas palabras convencieron a mi verdugo que por otra parte, también deseaba acercarse al Santo Sepulcro. Confundirse entre la multitud no fue difícil y en un descuido, conseguí ocupar el sitio de uno de los encapuchados porteadores de los supuestos Santos Restos.
      Nunca antes me alegré tanto de la tradición de llevar capirote para trasladar a los Santos. Por lo visto, aquella buena mujer murió en Tierra Santa, martirizada por los infieles. Lo curioso es que a medida que ibamos avanzando, la historia de los padecimientos de la Santa iba enriqueciéndose y a las pocas horas, la mujer había sido quemada, mutilada y crucificada, según la imaginación de los porteadores iba despertando.
      Unas diecisiete horas después, me enteré que íbamos a depositar los Santos Huesos en la Ermita de Santa Catalina al otro lado de Europa. Acarrear huesos santos es todo un honor, pero eso no quita la generosa aportación que el Alférez de la comitiva esperaba a cambio de las reliquias.
      Un reguero de cuervos y ratas nos perseguían desde hacía horas y empezaba a ser molesta la nube de moscas que se empeñaba en acompañarnos. Y es que la mujer sería Santa, pero la putrefacción de sus mortales restos iba a conseguir hacernos enfermar a todos.
      A alguien se le ocurrió la idea de escaldar a la muerta para separar la carne de los huesos, que eran en definitiva los restos que el Señor quería dejar en este mundo.
      Buscamos una venta y les explicamos que necesitabamos una olla grande, de matanza, para deshuesar una Santa.
      Nadie podía negar favores a una comitiva de encapuchados que decía actuar en nombre de la Iglesia, de modo que al poco, comenzamos a hervir los despojos de Santa Catalina en una enorme olla. Como en una monumental sopa, los huesos se desprendieron fácilmente de la carne que quedó al fondo del caldo. Sacamos los huesos a secar y allí los custodiamos toda esa noche.
      Yo no sé cuántos huesos que tiene una persona, menos aún una Santa, pero el prodigio era que a cada descuido, desaparecía alguno. Y es que el tráfico de reliquias es uno de los más productivos en esta época.
      No hay modo de diferenciar un hueso de otro así que tuve una feliz idea, ¿Por qué no?
      Hace ya días que la comitiva partió con los pocos huesos que quedaban repartidos en bolsas. Yo no, yo he decidido hacerme con una Santa Catalina nueva. No es difícil llegarse al cementerio y hacerse con uno o dos muertos recientes. En resumen, aquí me encuentro preparando caldo de muerto. Ya he reunido tres cráneos de Santa Catalina, dos San Rafaeles y un San Juan bautista. Los monasterios están deseando contar entre sus paredes con Santas reliquias y no es difícil convencerles de la santidad de unos huesos. Algunos incluso me han ofrecido dinero a cambio del caldo de muerto.
      Pero eso es algo que aún no me he animado a vender. Claro que veinticuatro horas es demasiado tiempo y yo no sé lo que ocurrirá mañana.