lunes, 22 de febrero de 2010

Gato cumplido, ejercicio

Pilar Dublé

      Siempre pasa cuando vas retrasado, que se te atraviesa un imprevisto, como la vecina tonta y sin oficio, pobrecita, que estima que encontrar a un vecino en carrera sudorosa hacia el metro es una buena ocasión para charleta sobre los ascensores, la puerta rota y el bajante de basura. Esa vez no fue un vecino exactamente; fue casi un vecino. Al abrir la puerta, los dos saltamos en direcciones opuestas; me sorprendí a mí misma gritando “¡Un gato negro!”. Yo, que me las doy de escéptica con las creencias mágicas.
      La calma volvió en segundos, cuando decidió que si yo iba de salida, él entraría. Se metió por entre los barrotes de la reja que aún no estaba abierta. Aunque apenas cupo, enfiló hacia dentro de prisa y con rumbo ciego.
      —¿Y ahora? Tengo que irme pero ya…
      Resolví rápido: tomé una pierna de pollo de la nevera, la puse en un plato y llené otro de agua. Con ambas cosas fui al baño, encendí la luz y fui a buscar al gato que se paseaba por la sala, explorando. Me vio venir y se escondió tras una butaca, a cuya sombra desapareció todo él, menos el par de ojazos fijos.
      —¡Tengo prisa, chato! Ven, te digo… —Y volvía a escabullirse. Cuando le di alcance, noté que pesaba mucho, pues era enorme. Pude revisarlo a pesar de sus pataleos afilados y vi que era hembra, negra absoluta y de ojos verde limón.
      —Pórtate bien —le dije, antes de cerrar la puerta del baño.

      Tuve otra sorpresa cuando por fin pisé la acera: iba sonriendo, y recordé que desde hacía tiempo había pensado en una mascota. Me pasé la mañana en la universidad como una colegiala, hablando de mi gata. Alguien me señaló unos pelos en mi ropa y los sacudí con cierto orgullo. Se suponía que debía de hacer mercado después, pero apenas alcancé a comprar algunos vegetales mientras el atún era la palabra que ocupaba mi mente. Cuando llegué lo tiré todo en la cocina, junto con cuadernos y bolso, y me lancé al baño. Había huellas de patitas húmedas por todas partes; la gata estaba escondida detrás del inodoro, y el pollo intacto.
      —Mucho pasear, mucho pasear, ¿verdad? Pero de comer, nada. —me miró como decepcionada. La dejé salir y después de guardar el mercado en la nevera, me senté a pensar. Lo primero era dónde iba a poner al animal; ¡ya está! En el lavadero, donde poco estropicio podría hacer. Allí le coloqué una caja con un trapo limpio, un plato con atún y otro con agua. No sin dificultad la atrapé de nuevo. Olisqueó el atún sin mucho interés y maulló de una manera especial, ronca y belicosa.
      —¡Zas! Está en celo.
      Eso me llevó a otra idea. Evidentemente no era una gata callejera, estaba limpia y gordita. Rechoncha, más bien. Y no se iba a haber subido ella sola hasta un piso catorce, así que su dueño tendría que ser un vecino. Se habría escapado buscando compañía gatuna, y debería devolverla. Cerré la puerta del lavadero y bajé en el ascensor, el que sirve, a hablar con el conserje.
      —Buenas —dijo.
      —Sr. Cristóbal, ¿quién perdió un gato?
      —¿Cómo es? —fiel a su costumbre de responder con otra pregunta.
      —Grande, negra, hembra.
      —¡Ah! Esa es de los Gabaldón.
      —Gracias. Hasta luego.
      Claro, los vecinos del piso de abajo. En efecto, no había subido catorce pisos sino uno.

      Ahora menos podía quedármela: a los Gabaldón les mataron un familiar hace poco en un secuestro. Bien, la devolvería al día siguiente. Antes querría estar con ella un día a ver si toleraba un gato en la casa.
      De vuelta al apartamento me asomé en el lavadero y el atún estaba indemne, salvo una mosca indecisa. La gata había tirado al piso el agua. También había un charco amarillo en un rincón. Lo limpié todo y rebusqué hasta encontrar un recipiente ancho y pesado, de arcilla. Lo volví a llenar con agua y comprobé que la gata no estaba en su caja, sino que se había recostado entre las patas de la escalera de mano. Por supuesto, tenía opiniones propias. Bien por ella.
G      imió lastimera.
      Ya era de noche, así que me hice la cena y la devoré de pie, pues entre una cosa y otra no había ni almorzado. La miraba embobada. Estaba sentada, erguida, maullándole a la luna. Reflejaba su luz como si fuera de nácar. Pensé en un bolero “… mañana me iré, amor mío, pero esta noche la paso contigo”. Recordé un gato muy lejano, gris, que se acostaba a mi lado a ver la televisión.
      La levanté de nuevo, y entre sudores míos y bufidos de ella, la llevé al cuarto y encendí el receptor. No se recostó, sino que exploró el cuarto maullando, maullando, llamando al que no estaba. La volví a subir a la cama; más bufidos, pelos en la colcha. Volvió a escaparse. Recordé la maldición china: “Ojalá se te cumpla todo lo que deseas”. ¿No querías un gato?
      Después de una hora de maullidos, sonó el timbre. Allí estaban los niños Gabaldón, de ademanes muy corteses y ojos vacíos.
      —Señora, disculpe, somos del piso de abajo, y escuchamos unos maullidos…
      —Ya sé. Vienen por la gata. Pensaba devolverla mañana, pero pasen y agárrenla, a mí me bufa.
      —¡A todo el mundo! Sólo se da con mi papá.

      Y se fue. Se fueron sus ojos de limón, se fue su piel de nácar negro.
      ¿Que si la extraño? Pues… no mucho.


Pilar Dublé
Febrero 2010

domingo, 21 de febrero de 2010

Inexorable

Belisa Bartra

      La gota resbaló por su labio inferior e inició un lento recorrido por su barbilla hasta dejar una impertinente mancha rojiza en su camisa antes inmaculada. Dailh la observa incrédulo, en un descuido se había mordido. En realidad era inevitable dadas las circunstancias. Palpó su dentadura y constató lo que ya había empezado a sospechar: algunos dientes le crecían cada noche unos milímetros. La anterior había sido especialmente productiva, puesto que ya no podía esconder los colmillos superiores tras sus labios.
      La rabia le invadía, necesitaba volver a la normalidad. Cerró los párpados con fuerza e intentó concentrarse en buscar una solución adecuada. Escuchó los pasos de su madre que se acercaban a la puerta del dormitorio y a continuación el golpeteo en la puerta. Irritado, respondió con un escueto: «estoy ocupado». En ese momento recordó la lima eléctrica de su madre, esa con la que se arreglaba las uñas y que giraba como un taladro.
      Escondió la boca detrás de una mano y abrió la puerta con cautela. Se aseguró de que el pasillo estuviese vacío y caminó silencioso los metros que le separaban del cuarto de su madre. Una vez dentro revolvió todo hasta encontrar la lima en un cajón del armario. Enchufó el aparatito al tomacorriente del tocador y lo encendió. Se preguntó si dolería. Por un momento se entretuvo considerando la posibilidad de aceptar su nueva dentadura, y por ende su condición y evitarse así la molestia de aquella absurda castración, pero la sonrisa que observaba desde el espejo le convenció de que la decisión era correcta.
      El dolor del primer contacto le puso los pelos de punta. Dailh desenchufó de un tirón la lima y la arrojó al suelo con rabia. Alcanzó la puerta en dos zancadas y comenzó a recorrer la casa, rápido como un cazador, husmeando por los rincones, buscando a su madre.
      Cuando la descubrió en la cocina, su mirada horrorizada le indicó que era consciente de su nueva naturaleza, observó su miedo plasmado en las pupilas encogidas y encontró embriagadora la sensación de poder. Un olor irresistible en el ambiente le sacudió y reconoció en él la atracción de la sangre. Sin poder evitarlo manchó su camisa nuevamente.

Lluis

Belisa Bartra

      Él está sentado frente al ordenador, observa la pantalla con frustración evidente. Hace ya más de una hora que busca un programa de simulador de vuelo por toda la casa. El clima caliente, húmedo no le ayuda a tranquilizarse. Lluís retira la mirada del monitor y gira suavemente la cabeza hacia el estante con libros que tiene a un lado, lo hace muy lentamente, como si el cd que busca estuviese escondiéndose de él y de esa manera sigilosa él consiguiese atraparle. Pero no está, a pesar de la minuciosa búsqueda, no lo encuentra.
      Cierra los ojos y comienza a sentir el calor, es una sensación que envuelve su cuerpo lánguidamente. Puede sentir la humedad como poco a poco le envuelve, incluso diríase que le está presionando, cada vez más, apretándose contra Lluís. Una enorme gota de sudor resbala de su frente, baja por su nariz y cae al suelo. Él abre los ojos y mira la gota. Es grande, podría ser el océano para un país de microbios, de hecho, seguramente en la caída han muerto varios.
      Ha muerto un país de microbios, un país lleno de seres vivos, latentes, han muerto porque él ha cerrado los ojos y se ha concentrado en su sensación de calor. Ahora Lluís piensa que su cuerpo empapado en calor es un gran planeta de microbios, y que probablemente, con este infernal clima morirán todos.
      Genocidio. He cometido genocidio, piensa mientras recibe el impacto fresco y delicioso de la ducha. Probablemente miles de microfamilias han muerto sólo porque he tenido el deseo de ducharme, es sólo un deseo, incluso frívolo, si tomamos en cuenta el hecho terrible de que miles de seres vivos, que familias enteras han muerto, justo ahora.
      Mientras restriega la esponja enjabonada por su cuerpo, no puede evitar escuchar lamentos y lloros, gritos desgarradores de madres desesperadas, huérfanos berreantes, la esponja barre pueblos enteros, el jabón envenena a los pocos sobrevivientes... nadie ha quedado vivo.
      Lluís comienza ha deslizar con violencia la áspera esponja enjabonada contra su piel, que empieza a enrojecer rápidamente. Los he matado, les he asesinado...
      - ¡Lluís! - se escucha una voz lejana, acolchada, que viene de lejos.
      - ... - Lentamente comienza el hombre a abrir los ojos, el agua templada corre por su piel herida, por su planeta erosionado, baja la vista lentamente, recobrando el control del universo para observar un mar rojo que envuelve sus pies. - Yo...
      - Lluís... ¿estás bien? ¿Con quién hablas? - increpa la voz, esta vez más cercana y menos acolchada, con un cierto matiz de alarma – Coño!! Responde, ¿estás bien?
      - Si... eh... ¿qué quieres? - y agrega con tono malhumorado - ¿qué no ves que me estoy duchando? Con este desgraciado clima no estoy tranquilo ni en la puta ducha.
      - Nada... bueno, es que encontré tu simulador de vuelo, estaba en tu mesita de noche.
      Las lágrimas se deslizan por su cara, y al aterrizar en el resto de su geografía lastimada siente un escozor de felicidad. Ha nacido un nuevo mundo.

lunes, 1 de febrero de 2010

Boletus

Rocío

      Nueve cincuenta de la noche en el Hipercor. La voz en off de una señorita avisó del cierre inminente mientras yo corría desquiciado por los pasillos.
      ─Setas, por favor –le dije sin resuello a una clienta que encontré en uno de los pocos pasillos no desiertos-. ¿Sabe dónde están las setas deshidratadas?
      Con un gesto indicó mi derecha. Me dirigí allí y comencé a revisar una a una todas las estanterías. El efluvio de un perfume femenino anunció la entrada de una mujer en ese mismo pasillo y no pude evitar contemplarla con curiosidad.
      Era una chica joven, de melena oscura, no especialmente bonita. Iba caminando al tiempo que repasaba cada producto con aire dubitativo. Cuando llegó a mi altura, pude aspirar con plenitud el aroma frutal que emanaba de su cuerpo. Era delicioso. La vi ponerse de puntillas para alcanzar un bote de cristal y, galante, adelanté mi mano para ofrecérselo.
      ─ ¡Que suerte! Era el último –sonrió ella, mientras me enseñaba la etiqueta. Se me hizo un nudo en la garganta. Era un tarro de 200 gramos de boletus edulis deshidratadas. Las mismas que Laura me había enviado a buscar con urgencia.
      ─Qué casualidad –intenté no parecer demasiado ansioso-. Yo buscaba ésas mismas.
      ─Oh.
      Me miró con sus grandes ojos oscuros y me pareció que valoraba si aquél no sería un torpe intento por mi parte de ligar con ella.
      ─Mi novia está preparando un risotto de setas –me apresuré a añadir-. He corrido como un loco para que no me cerraran el hiper.
      Entonces sonrió divertida y supe que aquello iba a arreglarse. Con un gesto mecánico despejó hacia atrás su cabello y me llegó una nueva vaharada de su perfume. Me encontré aspirándolo como si fuera oxígeno.
      ─Supongo que podemos compartirlas. Pero antes habrá que pagarlas –dijo con sorna, dirigiéndose a la caja. Le seguí sin rechistar pero ella rechazó los ocho euros por la mitad del tarro.
      ─Ah, no. Invito a esta parte del risotto de setas.
      Una vez fuera del Hipercor, hechas ya las presentaciones (soy Nacho, yo Rebeca), se negó a darme mi parte vaciándola en una bolsa. En su piso tenía muchos tarros de cristal y podía ofrecerme uno a medida.
      Durante el camino a pie no pude evitar la pregunta:
      ─Rebeca, ¿qué perfume usas?
      ─¿Te gusta?
      ─Creo que sí.
      ─¿Crees? ¿No estás seguro?
      ─Es que…
      No sabía muy bien cómo explicar que Laura me había desacostumbrado a los olores intensos. Le parecía chabacano que mi presencia se anunciase con una fuerte colonia y no había parado hasta conseguir una marca que me perfumase con discreción. En cuanto a la propia Laura, sólo podía aspirar su aroma si pegaba, literalmente, la nariz a su cuello.
      Por fortuna, Rebeca no aguardó mi respuesta y llegamos a su apartamento, que también fue un asalto a la pituitaria. Nada más entrar, nos envolvió el intenso olor del búcaro de flores en la entrada y, en la cocina, los fruteros y las bandejas de verduras aportaron la guinda al festín olfativo.
      Mientras Rebeca iba seleccionando botes, me encontré haciendo una comparativa con la aséptica cocina de Laura, donde todos los alimentos estaban herméticamente conservados en táper, sellados al vacío o habían sido adquiridos en su versión liofilizada o deshidratada.
      ─¿Por qué has comprado los boletus deshidratados?
Rebeca se detuvo un instante en su búsqueda y giró para enfrentar mis ojos.
      ─Bueno, se conservan durante más tiempo y tienen un sabor más intenso cuando los rehidratas.
      ─Entonces, ¿no lo haces para que no huelan?
      ─¿Perdón?
      ─Olvídalo.
      Dos minutos más tarde estaba en la calle, con mi ración de boletus edulis. Comprobé la hora: eran las diez y veinte. Laura debía estar histérica. Contemplé el tarro en mi mano y, ya a salvo de la mirada de Rebeca, lo olisqueé; no fuese a ser que antes hubiese conservado pepinillos en vinagre y mi novia se enfadara por la mezcla de olores.
      No, no olía a pepinillos. Olía a ella, a Rebeca. Su perfume acariciaba el tarro que había manipulado y, caí en la cuenta, también a mí. Acerqué la manga de mi abrigo a la nariz y tuve que rendirme a la evidencia. Ése era el aroma de Rebeca, mezcla de flores y frutas.
      ─Y ahora, ¿qué hago? –me lamenté en voz alta.
      Marqué un número de móvil.
      ─Cariño, no he encontrado los boletus. Se llevaron el último tarro que quedaba delante de mis narices. Lo siento. Oye, otra cosa. No me encuentro bien. Estoy un poco mareado, debe ser por la carrera. Tranquila, seguro que después de echarme un rato se me pasa. Mañana hablamos. Sí, que no pasa nada. Mañana te veo.
      Colgué y seguí caminando. En la primera papelera del camino dejé caer el tarro de boletus. Ahora empezaba a entender por qué Laura tenía tanto miedo a los perfumes poderosos.