viernes, 1 de enero de 2010

Naturaleza muerta

Rocío


      Rosas devoradas por hormigas. Margaritas llorando lágrimas negras. Tulipanes atacados por escorpiones.
      Uno a uno, la profesora le fue mostrando los dibujos a la mujer que se encontraba sentada frente a ella, en su despacho.
      —Señora Dávalos…
      —Marta, por favor –interrumpió con suavidad su interlocutora—. Llámeme sólo Marta.
      —Marta, la he hecho venir porque Pablo me preocupa.
      La madre dejó de observar los dibujos para enfrentar la mirada de la profesora.
      —¿En qué sentido le preocupa mi hijo?
      La otra se rebulló en el asiento.
      —Usted ha visto lo que Pablo dibuja. Es monstruoso, totalmente impropio de un niño de diez años.
      Se detuvo un instante y prosiguió, con un tono más suave:
      —Pablo tiene talento para dibujar, de eso no hay duda. Ha debido heredarlo de usted, por lo que me cuenta. Señora Da.., quiero decir, Marta, ¿usted qué pinta?
      —Naturalezas muertas.
      La profesora animó el rostro.
      —Usted mejor que nadie puede encauzar la afición de su hijo. Sinceramente, no sé de dónde saca esas visiones de pesadilla. No hay nada parecido en la televisión, lo sé porque tengo una hija de su edad.
      La madre de Pablo había vuelto a tomar los dibujos en sus manos y los contemplaba pensativa.
      —¿Puedo llevármelos?
      —Supongo. Sí, lléveselos, por favor.
      Al ver que hacía ademán de levantarse, la detuvo con un gesto.
      —Sólo una cosa más, Marta.
      La madre se sentó nuevamente y sus ojos grises volvieron a clavarse en la profesora.
      —Es un poco violento para mí hacerle esta sugerencia, pero pienso en el bien de Pablo. Yo… estoy al corriente de lo que sucedió con su marido, Marta. Me preguntaba si Pablo llegó a ir a la consulta de un psicólogo.
      —No.
      La profesora se revolvió en el asiento, carraspeó y dijo:
      —Quizá podría ser una buena idea. Todo ese talento desperdiciado… Sí, creo que podría ayudarle.
      —¿Alguna cosa más?
      La madre de Pablo ya se había levantado sin aguardar respuesta y la profesora no la retuvo.
      —Puede irse, Marta. Le agradezco que haya venido. Por favor, piense en lo que le he dicho.
      En casa olía a aguarrás. Pablo debía haber estado limpiando los pinceles sin abrir las ventanas. Marta atravesó el zaguán.
      —Pablo, he llegado.
      El niño apareció en el pasillo, el pelo zanahoria completamente alborotado, la cara pecosa enrojecida.
      —¡Ya era hora! No encuentro la llave del estudio.
      —La tengo en el bolso. Mira lo que traigo.
      Marta le entregó a Pablo los tres dibujos que le había requisado la profesora.
      —¿Te los dio “La Pelos”?
      —Pablo, no llames así a tu tutora. Sí, acabo de estar con ella.
      Se dirigió a la cocina y Pablo la siguió.
      —¿Qué te dijo?
      Marta dejó el abrigo y el bolso sobre una silla y se puso el delantal que colgaba de un gancho de la espetera. Seleccionó unos pepinos del cajón de verduras del frigorífico, tomó un cuchillo y empezó a trocearlos sobre la mesa.
      —Dijo que tenías talento.
      —¿En serio?
      Las rodajas de pepino eran finas como láminas. Pablo sacó un plato y empezó a colocarlas dentro, formando el dibujo de una flor.
      —Pero me temo que no le gustan mucho los temas que eliges. Dice que deberías probar con las naturalezas muertas.
      —¿Naturalezas muertas?
      La madre se detuvo un instante y alzó la vista.
      —Sí, ya sabes. Bodegones, mesas donde aparecen pepinos, piezas de caza, una jarra de agua, flores.
      Pablo dejó de colocar las rodajas y se limpió las manos en el pantalón.
      —Dame la llave, mamá. No pude entrar esta tarde al estudio, y he tenido que ponerme a limpiar pinceles.
      —¿Te gustaría hablar?
      —¿De qué?
      Retomó el cuchillo y troceó cuatro rodajas más antes de proseguir.
      —Podrías hablar con alguien que no fuera yo, ¿sabes? Hablarle de tus dibujos, del colegio, de mí, de tu padre.
      La última palabra fue un susurro.
      —Por favor, mamá, déjame la llave. Prometo que no tocaré nada. Quiero ver el último cuadro. ¡Por favor!
      Marta se limpió los dedos en el delantal, y luego se lo quitó.
      —¿Has oído lo que te he dicho?
      —Sí, mamá. ¡La llave!
      —Iré contigo. Eres capaz de arrancar la tela de un tirón.
      La madre abrió el bolso que descansaba en la silla, buscó en su interior, y sacó la llave. Luego cruzó la cocina, acompañada de los saltos de Pablo, avanzó por el pasillo y se detuvo al llegar a la habitación del fondo.
      Al abrir la puerta les llegó un fuerte olor a pintura y aguarrás. Las ventanas estaban opacadas, pero aún dejaban pasar suficiente claridad como para distinguir los bultos rectangulares apoyados contra la pared y el caballete en el centro, cubierto con una sábana blanca.
      Pablo la retiró con impaciencia y luego retrocedió para observar el cuadro desde lejos.
      —¿Qué flores son ésas, mamá?
      —Moradas, son lilas.
      —Hay unas tijeras en la mesa.
      —Sí.
      —¿Manchadas de sangre y llenas de moscas?
      —Sí.
      Pablo se acercó de nuevo, inspeccionó los detalles y volvió junto a su madre, que contemplaba el cuadro sin variar el gesto.
      —Mamá, no voy a pintar naturalezas muertas. Me gustan mucho más tus cuadros, ¿sabes?
      —Pero hijo –replicó Marta, mientras le guiaba fuera del estudio y cerraba de nuevo la puerta con llave—. No hay tanta diferencia, ¿sabes?
      Y mientras se alejaba por el pasillo de regreso a la cocina, repitió:
      —No hay tanta diferencia.