martes, 14 de septiembre de 2010

El silencio

Javier Márquez

      En un campamento bajo las estrellas en el desierto, un viajero abre los ojos y, siguiendo instrucciones muy precisas de Paul Bowles, sale del saco de dormir y se calza, camina sigiloso entre las tiendas, abandona el campamento atravesando la ultima línea de tiendas y vivacs, entre el sonido de las respiraciones de los turistas y los tuaregs. Deja atrás también los camellos que descansan –alguno levanta la cabeza y lo mira pasar con indiferencia- y camina hacia la oscuridad en busca del silencio.
      En la calma de la noche, el asesino ha oído la cremallera del saco, la hebilla de las botas, las pisadas sobre la arena, y las ha seguido. El asesino se ha escabullido sin ruido por entre las tiendas; casi sin pisar el suelo para no ser oído ha dejado atrás los sonoros bultos dormidos de hombres y camellos, y se ha adentrado en la oscuridad tras el viajero.
      El viajero se ha alejado unas decenas de metros. La inmensidad de la arena que lo rodea y la cúpula lejana de las estrellas en lo alto absorben cualquier sonido. El silencio es enorme.
      Piensa el viajero:
      Te he buscado por todo el mundo. Mi cuidad era caótica y ruidosa. Mi vida era un incesante resonar de pensamientos, palabras y otros ruidos. He venido hasta aquí para buscarte. He recorrido por ti caminos azotados por el viento, ciudades febriles, mercados bulliciosos. Las risas de los turistas, la charla incomprensible y brusca de los guías, las canciones alrededor del fuego después de la cena se me han hecho interminables. Ardía en deseos de llegar a esta noche y a este lugar. Por fin te tengo frente a mí, te miro cara a cara, sin interferencias, y sé que eres mi destino.

      Piensa el asesino:
      Ser tu destino es importante y me emociona aunque no me hace feliz. Pero no estoy frente a ti ni veo tus ojos, sólo veo tu nuca, me estoy acercando a ella sin hacer ruido, como un felino perfecto…
      - Te engañas, mi asesino. Te oigo respirar, te oigo pensar.
      - …pero no estoy frente a ti ni ves mis ojos, estoy detrás de ti con mi daga desenvainada. ¿Por qué has dicho que me miras cara a cara?
      - No me dirigía a ti, sino a otro.
      Y, algo confuso pero certero y concentrado, el asesino se abalanza sin ruido sobre el viajero sentado, en una fracción de segundo lo inmoviliza con el brazo izquierdo y con la mano derecha hunde la daga en su cuello, la daga muy afilada que, sin el más mínimo sonido, abre un corte mortal inmediato, una fuente de sangre, un silencio definitivo.
      El viajero queda muerto con una sonrisa serena en los labios.
      Sudando, febril, el asesino limpia la daga en las ropas blancas del viajero muerto, la envaina, y antes de desaparecer se detiene unos momentos. En la callada oscuridad del desierto que lo rodea, nada respira, sólo el asesino. Nada vibra, nada palpita, sólo el asesino.
      Unos metros más allá, sentado frente a él en medio de la oscuridad, el silencio sonríe mirándolo a los ojos.

domingo, 1 de agosto de 2010

La encrucijada de caminos paralelos

Emilio

      Seguro que Beatriz, la secretaria de dirección, fue creada en un momento de inspiración divina. Era un catálogo de curvas en las que hasta un inútil de volante como yo se moría por conducir. Me resultaba imposible no pasar por su lado y absorberla en mi mente con un vistazo de ensueño lujurioso. Allí estaba yo, al lado de la máquina del café mirándola trabajar y tratando de imaginar lo que su escote escondía por lo que dejaba ver. Debí suspirar fuerte porque Fernando me preguntó:
      —¿Cómo dices?
      —No, nada. Bea, que está de muerte.
      —¡Ah, bueno!
      —¿Cómo que bueno? —le recriminé— ¿Qué te pasa, eres de piedra?
      —No exactamente, es que soy inmune a sus encantos. Soy gay.
      No quise preguntar sobre lo que había oído. Intentaba colocar esa frase en la estantería correspondiente de mi cerebro y no la encontraba. Me imagino titubeando con la boca abierta, indeciso, perdido, al final me mordí el labio para no preguntar. Si no sabía qué hacer con lo que acababa de oír una sola vez, ¿qué haría de tener esa frase duplicada? Pero pregunté.
      —¿Cómo dices?
      Apenas llevaba un mes en el curro y desde el principio congenié con Fernando. Me encantó su sentido del humor, su actitud, su entrega en el trabajo… pero nunca imaginé eso. Él confirmó lo acertado del miedo que tenía yo a hacer aquella pregunta.
      —Soy gay. Tú tienes fantasías con Bea —la señaló con un gesto comedido—, y yo las tengo contigo.
      —Estás de guasa, ¿verdad?
      Fernando no contestó, tiró el vaso con un gesto exagerado a la papelera y se alejó esbozándome una sonrisa.
      Pasaron los días y una tarde me descubrí el valor necesario para invitar a Beatriz a tomar una copa. A la primera le siguió otra, y otra… y acabé derrapando mi boca por sus curvas; haciendo paradas en cada rincón oscuro; aspirando los olores escondidos y saboreándola licuada.
      La incomodidad de los dos primeros días con Fernando, cuando me confesó aquello, se diluyó en el buen ambiente de trabajo. Él no me volvió a decir nada, fui yo quien lo hice en la intimidad del ascensor, en respuesta a su interés por mi relación con la secretaria.
      —¿Cómo te va con Bea?
      —Bien, bien, muy bien. —Con la repetición pareciera que le daba veracidad. Y no necesitaba hacerlo, realmente me iba muy bien.
      —Oye, Fer… lo que dijiste…
      —¿Sí?
      —¿Es cierto?
      —Ajá.
      —Yo, lo siento. Yo no… a mí no…
      —¿Has estado con un hombre?
      —¡No! —rechacé con énfasis.
      —Y entonces, ¿cómo lo sabes? Yo sí he estado con una mujer. Puedo decir que he elegido mi opción.
      —¿Qué insinúas? No es necesario, eso se sabe.
      Fernando se me arrimó lo suficiente como para sentir su aliento de menta. No pude mantener mis ojos en los suyos.
      —Si tan seguro estás no deberías tener miedo. —Puso su dedo sobre mi pecho y bajó dibujando, muy suave, la línea del esternón. Acercó su cara a pocos centímetros de la mía y me susurró al oído—. El contacto con otro hombre no debería alterarte en absoluto. —Su dedo siguió bajando y temí que se perdiera en el vacío de mi estómago. En la mejilla sentía el calor irradiado de la suya. Por vergüenza, por no admitir lo descolocado que estaba, ni tragaba saliva. Tampoco respiraba en un intento de controlar el ritmo desbocado de mis latidos. La entrepierna también me traicionó y, como un dios caprichoso, desoyó los ruegos que le hacía. Las cosquillas me inundaron los testículos como una marabunta desbocada—. Si tan seguro estás deberías diferenciar mi dedo del de una mujer. O mi mano —y rodeó con ella mi cintura. Me pegó contra él. Noté su respiración y el retumbar del corazón en su pecho duro de gimnasio—. Si tan seguro estás, Carlos, no deberías temer nada pues sabrías diferenciar una boca de otra.
      Y me besó. Acercó su boca entreabierta a la mía y la rozó una vez. Era un túnel oscuro que me atraía y me asustaba. Repitió el gesto. Apenas un roce para dejar constancia del calor. Agorafobia al espacio infinito que presentía tras sus labios. La lengua le sabía dulce y como su presencia delató la ausencia de ese vacío que tanto me asustaba, me aferré a ella, la chupé y le enfrenté la mía, la aparté para entrar donde se prometía el nacimiento de esa ebria dulzura hasta que el sonido de la puerta al abrirse nos devolvió al mundo real de los estereotipos. Salí del ascensor y huí, vagué por algunos pasillos y oficinas tratando de poner en orden mi cabeza. Buscaba las razones que explicaran qué había pasado en el ascensor y cómo era posible que no solo lo hubiera permitido, si no que hubiera participado de forma activa. No encontré nada que satisficiera esos requisitos más que la locura, y eso le recriminé a mi pene que se mantenía erecto en clara rebeldía a los dictámenes de la razón. Utilicé las reglas de la lógica, las que eran válidas en aquel momento y casi corrí en busca de Bea. Necesitaba reafirmar mi sexualidad con urgencia. Ella seguía en su mesa y sin preámbulos le dije acercándome mucho.
      —¿Te puedes perder un ratito en el baño conmigo?
      —Estás loco —me contestó sonriendo—, ya me gustaría, pero el gerente me está esperando y tenemos que ver unas cosas pendientes.
      —¿Nos vemos esta noche entonces?
      Ella asintió y me quedé con la ansiedad y el continuo recuerdo del beso de Fer que me repiqueteaba en la cabeza y en el estómago con la persistencia de un pájaro carpintero. La desesperación por el tiempo que no avanzaba ocupaba los espacios vacíos. Pero la noche llegó y con ella lo que necesitaba. Me abracé a su cuerpo como si fuera un salvavidas y yo un naufrago; me lo comí a trocitos; lo arañé y lo curé con besos; lo poseí alternando la suavidad con la rabia sin más patrón que el abandono al deseo. Me até a él con brazos y piernas a modo de cabos y en una riada me deshice en su interior.
      Llegué tarde al trabajo. Bea me recibió con una cara revestida de enfado y preocupación a partes iguales.
      —Anoche me quedé esperando.
      —Lo siento—le dije—, me sentí mal y me metí en la cama. Debí llamarte. Esta noche te invito a cenar en casa.
      La abracé y me apreté contra ella. Tras un minuto de arrumacos me fui al despacho de Fernando.
      —Creo que ya puedo elegir y mi elección es… —dije como saludo. Él me miró expectante— que no quiero elegir. ¿Puedo hacer eso?
      —Claro.
      Pasé el cerrojo a la puerta y me acerqué a él mientras aflojaba la corbata que amenazaba con ahogarme.
      —Esta noche soy de Bea, pero eso será esta noche
      A la corbata le siguió el cinturón.

sábado, 10 de julio de 2010

Lo que se enciende

Daniel

      La Parca le anda cerca. El viejo puede olerla, presentirla. Sabe que una cuerda invisible va a romperse, la que lo ata al cuerpo, un cuerpo desgastado por los años. Dejar de ser. Tarde o temprano tenía que ocurrir, es la ley de la vida. Pero qué triste es estar solo en esta hora última, postrado en una cama de hospital, sin una mano fraternal a la cual aferrarse para pasar el trance sin angustias. Como un fruto que cae y se echa a perder y luego es asimilado por la tierra. Así le gustaría irse, sin sentir, entregado a un proceso natural.
      Desde hace un tiempo, fue perdiendo interés por lo que sucedía fuera de su casa. Decidió distanciarse de los ruidos. O a lo mejor los ruidos se apartaron de él, como si el mundo, atento a su deseo de encontrar cierta serenidad, lo hubiera abandonado al borde del camino. Como sea, no le queda más que aceptar la derrota que significa haber llegado a una edad avanzada, acosado por los achaques; en fin, haber vivido. Los únicos ruidos y voces que le importan están en su cabeza. El pasado. Los años le han ido poblando la memoria, poblándola y despojándola a la vez. Una sospecha: al final solo queda lo esencial.
      El viejo mira alrededor, las paredes blancas, la ropa doblada en el respaldo de la silla, el reloj de pulsera en la mesita junto a la cama.
      La puerta se abre y aparece la enfermera, impasible, masticando un chicle, el pelo recogido en un rodete. Bordea la cama y reemplaza el saché del suero, chato como una cáscara, por uno nuevo. El viejo la mira, intenta decirle algo pero las palabras no le salen, se le disuelven dentro de la boca como una pastilla efervescente. Le tiemblan las manos. Hay algo que no puede manejar, que escapa a su control. Es el miedo, que creía sepultado o liquidado a fuerza de pensar y repensar su propia muerte.
      ―Me… me voy ―alcanza a decir casi por milagro.
      Desde unos ojos burlones, ella pregunta:
      ―¿Adónde se va usted, abuelo?
      ―Por favor, quédese. Me voy.
      ―Déjese de pavadas, usted no se va a ninguna parte.
      La enfermera sale y deja la puerta entornada.
      El viejo cierra los ojos, convencido ―acaso de tanto desearlo así― de que su memoria, como un órgano soberano, activará en él una serie de recuerdos, o una yuxtaposición de imágenes del pasado, en una especie de resumen de lo vivido. Como esas bolas recubiertas de espejos diminutos que, golpeadas por un rayo de luz, estallan en infinidad de lunares que resbalan y giran, brillantes, por las paredes. Es cuestión de esperar. Esperar a que el resplandor interno venga a darle a su existencia, y al mundo entero, por qué no, el sentido que él no ha podido encontrarle a lo largo de los años.
      Cada vez le cuesta más respirar. Vuelve a abrir los ojos y se mantiene expectante en su desesperación, pero nada parece encenderse en su cabeza. Poco a poco va visualizando imágenes más o menos recientes, aunque algo borrosas, relacionadas sobre todo con la internación. Entre tantos nubarrones estancados en su memoria, surge, de pronto, nítido, un recuerdo de hace sesenta años. Se había quedado en la casa, solo, y aprovechó ese momento para probarse una bombacha de su hermana.
      El viejo sacude la cabeza y boquea como si quisiera desprenderse de una telaraña que lo envuelve. Pero esa imagen ―él contemplándose desnudo frente al espejo, con la bombacha roja― relampaguea en este otro espejo de su vida, la memoria, encaprichada en complicarlo todo justo ahora, justo ahora que ha llegado al umbral que debería estar atravesando con pasos solemnes, o al menos con dignidad.
      No debería ser así, no era esto lo que esperaba. Arquea la espalda intentando recuperar el aire que la muerte le ha arrebatado de la boca. Una reacción instintiva la de respirar, la de querer vivir todavía un poco, aunque sea unos segundos, hasta poder quitarse la impresión de este recuerdo ―una llaga en medio de la noche― que parece encerrar, como una síntesis, la clave de su vida.

Planificando el futuro

Emilio

      A Diego lo detuvieron por tener plantas de marihuana en la terraza. Es un poco estúpido hacer eso, tenerlas ahí, a la vista de todo el que pase, pero es que Diego no se caracteriza por su inteligencia. Desde chicos que nos sigue como perro hambriento, con la sonrisa bobalicona y aplaudiendo todas las travesuras que se nos ocurrían igual que un público entregado.
      Le amenazaron con enviarlo a la cárcel, otra estupidez, pero esta de la policía, que tampoco se caracteriza por su inteligencia. Le pegaron, pero no fue mucho nos dijo. Solo un par de bofetadas de alguien que quiso soltar la frustración de que no se le empinara la noche anterior.
      ¿Y las plantas? Le preguntamos. Se las llevaron, para destruirlas dijeron, pero antes, uno de ellos les arrancó los cogollos y se los quedó. No son tan tontos los maderos, y añadimos unos segundos de silencio como confirmación a la sentencia.
      Diego, todavía bañado en nerviosismo nos preguntó ¿Lleváis algo encima?, me quitaron el chocolate, el tabaco… todo, y necesito un porro como el respirar.
      Hice uno y para qué negarlo, a pesar de estar en casa lo hice con la sombra de la pasma sobre mí, no tuve los dedos tan torpes ni cuando me lié el primero a los quince. Tras dos caladas profundas se lo pasé a Diego que lo cogió con mimo, pude apreciar el amarillo de nicotina que teñía la punta de sus dedos y las uñas.
      Y ahora, ¿qué? Le pregunté, ¿qué vas a hacer? Pues está claro, tío, me miró como si el tonto fuera yo, como si no creyera mi falta de visión, está clarísimo, me haré policía, dijo, y llevándose el porro a los labios le dio una calada kilométrica.

Fue tan poca cosa

Emilio


      Vivir es complicado y lo será mientras no señalen los límites con claridad: a este lado lo que está bien, al otro lo que está mal. Incluso deberían vallarse para evitar accidentes. Porque eso ha sido todo: un accidente, una tontería, una sucesión de cosas diminutas.
      Íbamos a celebrar el fin de los exámenes con una cena en casa. Ricky y mi novia discutían en el salón de algo intrascendente con la vehemencia del que quiere salvar el mundo. Isa, la novia de Ricky, para no sentirse desplazada o porque quería ayudar vino a echarme una mano a la cocina. Se puso a fregar los cacharros que invadían el fregadero. Puede que el chorro se asustara o que estuviera juguetón porque le salpicaba a cada momento. Corrí a ponerle un delantal y si la rodeé con mis brazos no fue para otra cosa. Apenas me fijé en las pecas que daban a sus hombros un tono cobrizo ni olí el aroma de susurros que tenía tras la oreja. Como las manos mojadas la convertían en una minusválida le di un sorbo de vino de mi copa.
      Seguro que fue entonces que el deseo se me escapó por los ojos y acabó coloreándole las mejillas. Y sucedió que al esbozar aquella sonrisa se le escapó una gota de vino a pulir el brillo de sus labios, y mi alma de alcohólico le ganó la partida a su dedo que detuvo la marcha a medio camino, cuando ya mi boca estaba haciendo el trabajo.
      Solo fue un beso, pequeñito, pero ni mi novia ni Ricky, que nos miraban desde la entrada, lo creyeron así, aplicaron la misma vehemencia que en su discusión. Y así, en un momento, pasé de quemarme en la hoguera de la lujuria al gélido infierno de la soledad.

viernes, 9 de julio de 2010

Mensajes del cielo

Diógenes

      —Es injusto —refunfuñó amargado Shiuun—, ya debería estar de vuelta en casa y ahora me ordenan una misión extra. Que si no te importa, que ya que estás cerca del planeta, que total es sólo un ratillo…
Telecolonizadores, ¡que bajen ellos!, ¡a mí sólo me contrataron para cargar plusenio y punto!
      La cola de Shiuun golpeaba contra el suelo de la nave, ondulando hacia uno y otro lado, mientras enrabietado, observaba con desdén el dibujo del escapulario que sostenía con la ventosa de uno de sus seis brazos. Los primeros exploradores lo habían etiquetado como información básica del aspecto de los terrícolas.
      —¡Y ahora a transformarme! ¡Con lo que pica!
      Se recolocó el aura que le había quedado torcida y decidió dejar en la nave al niño y los angelitos. No le gustaba viajar con mucho equipaje. Descendió levitando desde el cielo y adoptó el mismo gesto que la hembra del dibujo.
      Bajó hasta una colina pedregosa y saludó (telepáticamente) a tres humanos de bocas abiertas.
      «Ya estoy aquí.»
      —¡Milagro, milagro! —exclamaron los pastores— ¡Viene de los cielos a salvarnos del infierno!
      «Así es, vengo del cielo. Y eso del infierno… allí no existe.»
      Shiuun constató que aquella era una raza débil (las piernas se les doblaban por la mitad dejándolos postrados) y sucia (olían mal y densas legañas cubrían sus párpados). Miró a su alrededor y dijo:
      «Usad las aguas del río; limpiaos con ellas los ojos y estos verán por fin la luz.»
      —¿Volverás? —preguntaron al verlo marcharse, ascendiendo.
      «Sólo volveré cuando dispongáis de un lugar adecuado para que él —dijo señalando a su transporte insterestelar oculto por las nubes, y pensando en lo trabajoso que sería descargar desde allí los robots de aprendizaje—, pueda llegar hasta aquí.»
      Dos meses después, la ermita estuvo acabada.

El cielo alrededor

Diógenes

      Itharus quedó quieto, un pie delante del otro, apoyados ambos en un precario equilibrio sobre la liana del destino. Cada una de las mil partes en que se divide un segundo le gritaban advirtiéndole del peligro cada vez más cierto. Pero Itharus quedó quieto y se puso a pensar.
      Se hallaba a medio camino de conseguirlo. Sólo diez pasos más sobre esa tensa cuerda que conectaba las dos paredes rocosas del cañón del río, y cruzaría el profundo abismo. Sólo diez movimientos para alcanzar el otro lado, donde se hallaba su tribu, callada, sellando con sus cuerpos la salida del túnel de la oscuridad. En medio de ellos blandiendo en alto un cetro de cristal, el mago —su padre—, lo esperaba, con un mudo reto que debería haber sido anhelo.
      Quedó quieto, porque quería pensar…
      Itharus sintió vértigo cuando una lengua de brisa le empujó desde la espalda. Pero quiso parar y mirar alrededor. Llevaba toda su vida subido en esa difícil realidad, atravesando este camino trazado en una sola línea. No era posible alzar la vista para mirar el cielo; mientras avanzaba debía estar tan concentrado en no desviarse del trayecto permitido que todos sus sentidos se dedicaban a la tarea de mantenerlo en vilo. Nunca había podido ver el cielo.
      Toda una vida vigilando sus pasos…
      Aquellos que lo esperaban sobrevivieron a esta prueba que la vida imponía con irónico sarcasmo.
      Su recompensa, si cruzaba, sería ser como ellos, ciegos devotos de la segura oscuridad de sus cuevas. Muertos, en la negrura de un mundo sin luz.
      Y quiso vivir, aunque sólo fuera un segundo.
      Itharus sintió un dulce vértigo cuando levantó sus brazos hacia atrás y se dejó caer, zambulléndose en un cielo visto por primera vez y que le acarició suavemente, acogiéndolo, mientras caía.

miércoles, 9 de junio de 2010

Regreso al hogar (infierno, columpio, armonía)

Montse Villares


      Bajó del tren que le condujo al pueblo de sus padres. Durante el trayecto se balancearon en el columpio de la memoria recuerdos de su infancia. Con la mano se estiró la falda negra de tergal y se colocó bien la chaqueta del mismo color. Era duro regresar para asistir al entierro de su padre, el mismo que le echó de casa hacía una eternidad. Recorrió con pasos cortos el camino. La puerta estaba abierta. Al traspasar el dintel, recuperó olores de su niñez. Mientras subía los escalones, hasta el primer piso, le salpicaron recuerdos olvidados; los ratos escondida en el hueco de la escalera para librarse de algún azote, el desconchón en la pared cuando su padre se quitó la correa para amedrentrarla delante de su novio… Llamó al timbre. Acudió una vecina que acompañaba a su madre.
      —Fina, es tu hija, Rosario.
      La encontró sentada en una silla de madera, junto a la cama donde reposaba su padre. Se abrazaron. Lloraron en silencio.
      —Vamos fuera, madre.
      Apenas un instante le miró. Ya no le podía hacer daño. Pese a ello, aún tenía grabada la ira de sus ojos la última vez que le vio. Salió de la alcoba tras los pasos de su madre.
      —¿Estás bien, hija?
      —Sí —mintió.
      Pero a una madre no se la puede engañar. Le cogió las manos. Debía esperar a que se abriera. ¿Cuántas veces quiso saber de ella?... Perdió la cuenta. No solo las separaban los kilómetros. Se fue tan deprisa y sin dejar ninguna seña… Supo de ella por conocidos, otros que, como también emigraron a Barcelona, pero que mantenían el contacto con la familia. Por ellos sabía que no tuvo hijos aunque sí un aborto, que no salía sin su marido más que para ir a comprar, que intentaba ocultar con maquillaje las palizas que le propinaba. No tuvo suerte, pero ahora estaban juntas. Lloraba emocionada y la besaba de tanto en tanto.
      —¡No sabes cuánto te he echado de menos! ¡ni cuánto te necesito!
      Durante la tarde acudieron vecinas, parientes y amigos a darles el pésame y velar el difunto. Llenaron la atmósfera de pena, lágrimas, angustia, hipocresía y preguntas. ¿No tuviste hijos?, ¿hasta cuándo te quedarás?, pero ¿has venido sola? ¿cómo que no ha venido tu marido? Envuelta en aquel tumulto asfixiante, del que no podía escapar, le punzaban las sienes y sintió náuseas.
      —Le hago una manzanilla, madre. —Se levantó despacio y respiró aire libre de falsedad en la cocina.
      La noche parecía no acabar pero llegó el alba y disipó los últimos veladores. Desayunaron café con alivio y unas galletas.

      —Hija, no me has contado nada de ti.
      —¿Qué quiere que le cuente?
      —¿Estás bien?
      —Sí —mintió otra vez.
      —Está bien. Voy a cambiarme.
      A las diez era el entierro. Una marea de plañideras enlutadas las envolvió hasta casi ahogarlas. Acabada la misa acudieron en procesión hasta el cementerio. Tiraba de su madre, cogida del brazo, para llegar cuanto antes a casa. Deseaba que aquello acabara, estar solas y la arrebataba de los brazos de todo aquel que, en vez de descargarla de su dolor, le añadía el de otros fallecidos.
      Como toda pesadilla, acabó. Al llegar a casa cerró la puerta a cal y canto.
      —¿Qué haces? ¿por qué cierras? Puede venir…
      —Necesita descansar.
      Al poco llamó la vecina. Les trajo caldo de gallina que las animó un poco. La hija cambió las sabanas de la cama, corrió las cortinas y condujo a su madre hacia ella. Se acostaron las dos juntas un rato.
      —Hay tantas cosas por hacer...
      —Luego, madre.
      La madre no podía dormir pero disfrutó de la paz, de estar solas, de contemplarla. La abrazó como cuando de pequeña llegaba llorando y se le tiraba en brazos buscando consuelo. Que la malcriaba… le parecía oír la voz áspera del difunto rompiendo la armonía del momento.
      La madre sonreía cuando ella despertó.
      —Sabes, Rosario, he pensado que te podrías quedar aquí conmigo una temporada. Nos vendría bien.
      —Pero madre, no puedo, mi marido…
      —Bueno, ya pensaremos algo —dijo levantándose decidida.
      Ella tardó algo más. Tenía que ordenar sus pensamientos y no era fácil. Su madre le ofrecía una salida del infierno, pero no se iba a librar del demonio tan fácilmente. Sabía de sobras que no se podía negociar con él.
      Los días siguientes una actividad frenética las tuvo ocupadas; recoger la ropa del fallecido, llevarla a la iglesia, escribir cartas a familiares lejanos para comunicarles la pérdida, trámites de papeles, arreglar la ropa negra que tenía la madre para aprovecharla, pintar la habitación, limpieza a fondo, visitas al cementerio… Tuvo que ir a la estación a cambiar el billete.
      —¿Para qué día se lo pongo?
      —Para el quince. Este sábado no, el siguiente. —Le temblaba la voz. Sabía que él se enfadaría, pero estaba lejos.

              * * *

      No le vio llegar. La siguió de lejos. Ella regresaba de comprar. Entró en casa y poco después él aporreó la puerta.
      —¡Ábreme!, ¡¿Me oyes?!
      —¿Qué hago? —Rosario miró atemorizada a su madre.
      —Espera —dijo dirigiéndose a su habitación. Sacó una vieja escopeta de caza, la cargó con dos cartuchos y se la colocó en posición defensiva. —Ya puedes abrir.
      Los golpes de la puerta alertaron a los vecinos que acudieron en masa.
      Rosario abrió la puerta, alejándose rápidamente tras la madre. Él se quedó en el umbral mirándolas a ellas y a la escopeta.
      —Si quieres puedes pasar, pero no te acerques a mi hija. Si la tocas, disparo.
      —¿Qué coño le has contado?
      —No ha hecho falta. Tus hazañas te preceden —sin dejar de mirarle.
      La escopeta era vieja, probablemente no funcionara pero la mirada de aquélla loca deseando verle muerto le asustó, no se lo esperaba. Más le valía esperar a que bajara la guardia. Se alejó. Los vecinos aplaudieron la valentía de aquella mujer.
      Rosario no se atrevía a salir a la calle. Temía encontrárselo. Supieron por la vecina que andaba por la taberna del pueblo. Por lo visto no había entendido el aviso.
      Unos días más tarde llegó a la casa un cazador furtivo con un conejo.
      —Llévatelo a la cocina y lo vas arreglando —le dijo a Rosario.
      Unos billetes enrollados cambiaron de mano mientra se despedían.
      Un par de días después se leía en el diario local: Accidente de caza. Se ha encontrado en el coto el cuerpo sin vida de A. F. M.

sábado, 1 de mayo de 2010

Caldo de muerto

Alicia

      Hace veinticuatro horas era un paria condenado al cadalso y ahora estoy a punto de convertirme en un hombre rico. La explicación a este prodigio es tan inverosímil que seguramente nadie llegue a dar crédito a mis palabras. De cualquier modo, ahora no puedo sino sentarme a recordar estas últimas horas que he vivido.
      Me presentaré.
      Soy ladrón. No uno famoso, es cierto, nunca he protagonizado grandes hazañas, sólo soy un humilde ladrón que se ha ganado la vida con más pena que gloria. Por desgracia, la casualidad de encontrarme en el lugar equivocado en el momento menos oportuno, me hizo amanecer con un desagradable nudo de horca alrededor de mi cuello.
      De nada me sirvió replicar ni apelar a la Justicia que poco tiene que hacer en tiempos como estos en los que se vende al mejor postor. Solo un milagro podría salvarme, y en cierto modo, así fue.
      Justo cuando la soga comenzaba a arañar mi cuello, una comitiva de diez hombres encapuchados entró en la plaza portando un cadáver entre cuatro cirios.
      Tal era la ceremonia con la que se movían que era imposible dejar de mirarlos.
      -¡Paso a los restos mortales de Santa Catalina! ¡Abrid camino a la Santa!
      Entre murmullos, el gentío dejó de prestar atención a mi ejecución para centrarse en tan ilustre acontecimiento. Las mujeres caían a los pies del féretro llorando y rezando. Otros fieles suplicaban favores a la Santa y los más, se agolpaban por ver si podían robar algo confundidos entre el gentío.
      -Ahora que voy a pasar a mejor vida -pedí a mi verdugo- por favor, permitidme rogar a Santa Catalina que interceda por mi ante el Altísimo.
      Estas palabras convencieron a mi verdugo que por otra parte, también deseaba acercarse al Santo Sepulcro. Confundirse entre la multitud no fue difícil y en un descuido, conseguí ocupar el sitio de uno de los encapuchados porteadores de los supuestos Santos Restos.
      Nunca antes me alegré tanto de la tradición de llevar capirote para trasladar a los Santos. Por lo visto, aquella buena mujer murió en Tierra Santa, martirizada por los infieles. Lo curioso es que a medida que ibamos avanzando, la historia de los padecimientos de la Santa iba enriqueciéndose y a las pocas horas, la mujer había sido quemada, mutilada y crucificada, según la imaginación de los porteadores iba despertando.
      Unas diecisiete horas después, me enteré que íbamos a depositar los Santos Huesos en la Ermita de Santa Catalina al otro lado de Europa. Acarrear huesos santos es todo un honor, pero eso no quita la generosa aportación que el Alférez de la comitiva esperaba a cambio de las reliquias.
      Un reguero de cuervos y ratas nos perseguían desde hacía horas y empezaba a ser molesta la nube de moscas que se empeñaba en acompañarnos. Y es que la mujer sería Santa, pero la putrefacción de sus mortales restos iba a conseguir hacernos enfermar a todos.
      A alguien se le ocurrió la idea de escaldar a la muerta para separar la carne de los huesos, que eran en definitiva los restos que el Señor quería dejar en este mundo.
      Buscamos una venta y les explicamos que necesitabamos una olla grande, de matanza, para deshuesar una Santa.
      Nadie podía negar favores a una comitiva de encapuchados que decía actuar en nombre de la Iglesia, de modo que al poco, comenzamos a hervir los despojos de Santa Catalina en una enorme olla. Como en una monumental sopa, los huesos se desprendieron fácilmente de la carne que quedó al fondo del caldo. Sacamos los huesos a secar y allí los custodiamos toda esa noche.
      Yo no sé cuántos huesos que tiene una persona, menos aún una Santa, pero el prodigio era que a cada descuido, desaparecía alguno. Y es que el tráfico de reliquias es uno de los más productivos en esta época.
      No hay modo de diferenciar un hueso de otro así que tuve una feliz idea, ¿Por qué no?
      Hace ya días que la comitiva partió con los pocos huesos que quedaban repartidos en bolsas. Yo no, yo he decidido hacerme con una Santa Catalina nueva. No es difícil llegarse al cementerio y hacerse con uno o dos muertos recientes. En resumen, aquí me encuentro preparando caldo de muerto. Ya he reunido tres cráneos de Santa Catalina, dos San Rafaeles y un San Juan bautista. Los monasterios están deseando contar entre sus paredes con Santas reliquias y no es difícil convencerles de la santidad de unos huesos. Algunos incluso me han ofrecido dinero a cambio del caldo de muerto.
      Pero eso es algo que aún no me he animado a vender. Claro que veinticuatro horas es demasiado tiempo y yo no sé lo que ocurrirá mañana.

sábado, 24 de abril de 2010

Se vende el Edén

Alicia


      «Si metes amor donde no hay amor, sacarás amor»
      Con estas palabras, mi amigo Santos me entregó un terrarium con una enorme serpiente dentro. Era mi cuadragésimo cumpleaños y Santos siempre fue un poco especial a la hora de hacer regalos.
      Debo decir que la idea de tener un terrarium me entusiasmó y no tardé en plantar en una esquina de la urna un pequeño manzano-bonsai. A las diminutas manzanas que colgaban del árbol las llamé Tentaciones y a la serpiente, Pecado. Para completar la escena, añadí un par de muñecos desnudos a los que quedé en llamar Humanidad y satisfecho, me quedé observando largo rato lo que había empezado a ser mi Edén particular.
      Por la mañana comprobé que la serpiente se había comido los dos muñecos y descansaba ahíta enroscada al pie del manzano. Entonces pude escribir mi primera conclusión como observador de la Creación: Si no alimentas de algún modo al Pecado, éste acabará comiéndose a toda la Humanidad.
      Fui pues a comprar comida para serpientes, introduciendo así unos ratoncitos muy pequeños en el terrarium, a los que di el nombre de Maná. Conseguí otro par de muñecos que situé en medio del Edén y orgulloso, decidí dejarlos a su suerte en la segunda noche.
      Cuando desperté al día siguiente comprobé que la voraz serpiente no solo había comido un par de ratoncitos, sino que también había devorado sin ningún miramiento a los nuevos muñecos. Aprendí entonces la segunda conclusión: Cuando uno está cara a cara con el Pecado, es mejor ser un gran pecador. O sea, que una vez más se demuestra que el tamaño sí importa.
      Me hice pues con una Barbie de mi sobrina y un Ken, pensando que la larga melena artificial y los puntiagudos pechos de la muñeca harían desistir a la serpiente de comérsela. Ahí dejé a mi nueva Humanidad, ésta más grande que las otras, bajo el sugerente árbol de las tentaciones; solos, desnudos y sonrientes, a la espera de un nuevo día.
      Efectivamente, tal y como yo pensaba, la serpiente no encontró a Barbie de su agrado. No fue así con Ken, que amaneció el pobre sin cabeza ni extremidades y cuando yo llegué, la serpiente estaba tratando de engullir su tronco desmembrado y baboseado, todo esto sin que Barbie perdiera la sonrisa.
      De lo cual deduje que es igual lo grande que sea el hombre, el Pecado siempre acabará con él ante la indiferencia y puede que hasta divertimento de las mujeres. (Creo que esto último tendré que analizarlo más despacio). Ahora necesitaba buscar un compañero para Barbie que sea lo suficientemente grande para ella y que resulte desagradable a la serpiente. Encontré un viejo madelman guerrillero de asalto, hecho de plástico duro, con articulaciones de hierro y músculos marcados y prominentes. No hacía muy buena pareja con Barbie, es cierto, pero ella debería conformarse.
      Nadie dijo que la vida en el Edén fuera fácil, pero ahora ya podía decir que contaba con todos los elementos. Pecado, Tentaciones, Maná, hombre y mujer dentro de un terrarium se dispusieron a pasar su cuarta noche.
      Y a la mañana siguiente, descubrí al fin el prodigio: Las manzanas del árbol habían desaparecido.
      Lo primero que pensé fue en echar la culpa a la Barbie, tan sonriente y ufana. Eso hubiera sido fácil, lo reconozco. Podría lograr que todo el Edén la señalara como culpable de todos los males, y expulsarla sin más del terrarium. Pero yo sabía que tenía que pensar un poco más. Dado que mi serpiente no era vegetariana -solo se alimentaba de ratones y ocasionalmente, de plástico- y que era bastante improbable que a los muñecos les hubiera dado por comer fruta, solo me quedaba una explicación: los ratoncitos supervivientes, muertos de hambre, habían decidido acabar con las manzanas. Y es que lo más difícil de todo esto es mantener a todo el mundo alimentado en el Paraíso.
      Recordé entonces las palabras de Santos:
      «Si metes amor donde no hay amor, sacarás amor», y me dije que tal vez había enfocado mal desde el principio todo el experimento. Dediqué gran parte de mi tiempo a hablar con la serpiente, animar a los ratoncitos, y hasta con los muñecos. Peinaba los artificiales cabellos de Barbie, alentaba con palabras intrépidas al pequeño madelman, y hasta me dio por acariciar a la serpiente con el fin de hacerle llegar mi amor a todo el Edén. Hasta que claro, el Pecado me mordió. Clavó sin piedad sus afilados dientes y no fue tanto la terrible herida en la mano, como el doloroso hervir del veneno en mi sangre lo que me hizo casi perder el sentido. Tuve que ir al hospital de urgencia, donde pasé una noche entre las más demenciales alucinaciones, donde creí en verdad haber sido expulsado del Paraíso.
      Una semana después he puesto el anuncio:
      Vendo terrarium completo y dos muñecos de acción casi nuevos. Interesados llamar tardes/noches.

viernes, 16 de abril de 2010

Sara (ejercicio)

Mirta Leis

      Viernes por la mañana.

      El automóvil se detiene en rojo. Una fila zigzagueante de pasos apurados avanza indiferente ante mis ojos: vestidos amarillos, pantalones negros, blusas, camisas, sombreros, anteojos y bolsos de colores.
      En la Funeraria, unas cuantas personas observan los nombres de los difuntos para encontrar la Sala de Velatorio correspondiente. El atril de bronce contrasta con el terciopelo oscuro en el que se destacan claramente las letras doradas. Me esfuerzo un poco y leo en voz alta: Joaquín Torres, Sala Púrpura, Celia Ríos, José Albornoz, Marta Martínez, Leopol…— Ojalá que yo no esté— dijo Sara a mi lado y sonrió cuando escuchó mi carcajada.
      Sobre la vereda de enfrente, un perro ansioso tironea de su amo. Una panza que promete vida camina cansada soportando el verano. Un zaguán abierto refugia el calor de un niño descalzo y un florista regala colores junto a un diariero que vocea las noticias.
      El mundo se mueve alrededor del semáforo en rojo. Una bocina impaciente quiere apurar el tiempo y los dedos se aferran al volante. La espera termina, el verde se ilumina en lo alto de la columna. Sara, con los ojos perdidos en la calle, se sacude con el impulso del auto y me mira diciendo— ¡Eh!, más despacio! Te dije que no quiero estar en los malditos carteles de la funeraria. Vuelvo a reir y aminoro la marcha.
      Llegamos al Instituto donde cursa el último año de estudios. Me besa, con ese desenfado que la caracteriza y que ha logrado volverme loco. Se baja y abraza a sus amigas con las que camina feliz hacia el colegio. Su figura alta y esbelta se destaca dentro del grupo. Con sus diecinueve años recién cumplidos tiene la desenvoltura necesaria para tener el mundo a sus pies.
      La conocí en una fiesta durante mis vacaciones de verano. Bailaba sola luciendo su cuerpo voluptuoso y el cabello rubio suelto; no pude menos que mirarla mientras bebía mi whisky. Al cabo de un rato se acercó y me llevó a la rastra hacia el centro de la pista donde hice alarde de mil gracias para ocultar mis años y mi poca experiencia como bailarín. Cuando ya no daba más logré convencerla de que fuéramos a tomar algo fresco, fue entonces cuando terminó de atraparme con el embrujo de sus ojos claros. Sara ocupó desde ese momento cada uno de los pensamientos de esos días.
      A veces, cuando estaba bajo la ducha, recuperaba algo de cordura y me reprendía por aquella relación—La muchacha puede ser tu hija— decía una y otra vez, pero al verla poco después, se diluían todas mis buenas intenciones.
      Cuando regresamos del veraneo la rutina comenzó a hacer lo suyo y las horas de estudio de ella, junto con mis tiempos de trabajo fueron permitiéndome tomar la distancia necesaria para magnificar los hechos y decidir el final de aquella hermosa relación.
      — Esta noche se lo diré— me dije mientras la veía perderse tras las puertas del establecimiento.
      Viernes por la noche. Una cena, una decisión, una lágrima cortita que se escapa de aquellos ojos y se esconde de un manotazo. Después, la sonrisa, el desenfado y la pregunta entre ingenua y atrevida— ¿Vas a dejarme sin bailar?
      Exhaustos, jadeantes, felices, partimos de la disco a las cinco de la mañana y la alcancé hasta su casa. Un beso chiquito y su tristeza oculta en las palabras— Te cuidas, recuérdame bien.
      Sábado al mediodía. Un vestido verde se agita en un ir y venir de olas junto a los pilotes del muelle.
      Sobre la costa unos zapatos pequeños de tacos altos aprisionan un papel con la despedida:—Nada tiene sentido si no estás.

jueves, 1 de abril de 2010

El lado oscuro de la luz

Pablo Nicoli

      Avanzaba inexorablemente la noche, y las puertas de la Catedral fueron cerradas. El lugar quedó en el más absoluto silencio. Los dos últimos feligreses que durante largas horas habían permanecido postrados a la demanda de favores celestiales, traspasaban bajo el inalcanzable frontispicio y se perdían tan de súbito como habían llegado. Por último, se escuchó el enorme ruido que provocó una de las tantas bancas de madera que hacían procesión al altar. Fue un sonido agudo, comparable a la voz de soprano. Alguien habría tropezado con algún mueble, camino a la salida posterior. De seguro se trataría del guarda que antes de marcharse, clausuraba inevitablemente el templo.
      En ese momento consulté mi reloj. Eran las diez. Tenía aún que aguardar dos largas horas. ¿Qué haría con todo este tiempo por delante? Esa fue la primera pregunta que me hice; después de todo, antes de la medianoche nada sucedería; y por consiguiente, no había ningún motivo para seguir oculto. Afortunadamente, hacía unas semanas el descomunal órgano había sido desmantelado; creo que fue enviado en partes a Europa para ser reparado, y los pequeños compartimentos -bueno, pequeños para el cuerpo del órgano y no para nosotros-, habían servido de cómodo escondite.
      Decidí que lo más sensato sería utilizar la linterna, la que conservaba como el más querido recuerdo de mi fallecido padre, y tomar de una mano a Giovanna. Ella no me hablaba. Sin duda estaba atemorizada. Desde que le conté cuáles eran mis propósitos y le expliqué el porqué de éstos, se opuso en el acto; sin darme la oportunidad de reflexionarlo siquiera. Me preguntó si yo había perdido la razón, e incluso, me amenazó con terminar nuestra larga relación, si no me olvidaba de la idea. Pero ahora que nos encontrábamos dentro del lugar, ya no decía más nada. Había sido muy difícil convencerla; pero finalmente, después de tanto argumentar, accedió a acompañarme. Quizá en el fondo imaginaba que antes de que algo grave nos sucediera, podía disuadirme de abandonar aquella arriesgada espera y salir huyendo junto a ella; pero en realidad, los dos sabíamos que esa posibilidad de evasión era muy remota. La decisión ya había sido tomada y ahora, nada ni nadie podía evitar su desenlace.
      Pasada la primera media hora, nos aventuramos a salir de nuestro improvisado refugio y deambulamos por una de las tres naves que hacen interminable el recinto; mientras pétreas imágenes de santos y arcángeles nos observaban pasar irreverentes, o quizá realmente no podían notarnos. La verdad es que esto poco interesa. Lo importante, lo fundamental era que faltaba algo menos de dos horas para el encuentro, y nosotros dos nos encontrábamos encerrados deliberadamente en el interior de la Catedral. Distantes, muy distantes de algún salvador, de amigos, de familiares o simplemente de la gente. En fin, alejados del bullicio mundano, que de seguro a esas horas y en aquella noche de sábado, empezaría a vivirse en calles, plazas y centros nocturnos. Nadie en la ciudad sospecharía lo que habíamos venido a esperar; ni siquiera podían soñarlo.
      Pasaron varios minutos, antes de que posáramos nuestros pies sobre los gastados escalones que ascienden al púlpito; aquél cuya columna aplasta la figura tallada del demonio.
      El estrépito que provocamos al contacto corporal contra la madera reseca por el paso del tiempo, inundó todo el lugar. Pero no tenía importancia. Nadie nos escucharía. Nadie hasta la media noche. En ese momento alguien me cuestionó. Era Giovanna, y lo que me dijo parecía ser el inicio de sus súplicas para que abandonáramos mi propósito. De mi parte, yo no me atreví a mirarla de frente. Sabía muy bien que ella tenía la razón de su lado; no obstante, no accedí a dar marcha atrás, y lo único que atiné a hacer, fue abrazarla y ceñirla contra mi pecho; decirle que la quería. ¡Que la amaba intensamente! Que sabía que no había sido fácil para ella permanecer a mi lado aquella noche. Pero también le confesé que su compañía me era necesaria. Que me daba el valor suficiente y que, sobre todo, me hacía inmensamente feliz. Por un momento pareció comprender. Me regaló una hermosa sonrisa y pareció también apaciguar sus temores.
      Subimos hasta lo más alto que la estructura del púlpito nos permitió, y desde aquel lugar contemplamos todo lo que pudo alumbrar la linterna de papá. Era una ubicación inmejorable para esperar y atisbar a la medianoche. Divisábamos casi todo el panorama y, si bien no podríamos hacernos de la ayuda de ninguna luz a la hora acordada, esto no debía preocuparnos. “Ellos” traerían seguramente las suyas...
      Transcurrió al menos otra media hora, antes que descendiéramos del púlpito, recorriéramos los rincones más olvidados del templo -la entrada al coro, la capilla de las plegarias, las criptas de los clérigos-, y volviéramos a subir a nuestra posición anterior, diez minutos antes de la medianoche. Durante los pocos minutos que nos quedaban, todo el lugar siguió en calma; tanta como la de un sepulcro; y ya estaba a punto de llegar la hora. Nos agazapamos detrás del resguardo tallado del púlpito. Giovanna apretó mi mano con notorio nerviosismo. Escuchamos que desde el exterior, el reloj de la torre dio las doce campanadas.
      Entonces fue cuando aparecieron. Observamos cómo fueron congregándose uno tras otro, hasta formar una procesión de cientos. Todos desplazándose lentamente, sosteniendo sus luces, y el interior de la Catedral pareció volverse de día. No hubo lugar que no fuera invadido por aquella luz intensa.
      Por un segundo tuve mis dudas y lo razoné nuevamente: Giovanna, expuesta inútilmente; la espera, una idea vehemente; mis planes, totalmente inejecutables; “ellos”... Y me invadió el terror; un terror como nunca antes lo había experimentado. Sujeté la mano de Giovanna aún más fuerte de lo que ella lo hacía conmigo, y mientras fue posible, corrimos despavoridos hacia la puerta posterior del templo. Lo más probable sería que estuviera clausurada; pero no teníamos otra posibilidad más que intentar. En esos momentos la linterna de papá se me cayó del bolsillo; Giovanna quiso detenerse y recuperarla; pero yo no se lo permití. Ya no era posible retroceder. Nos habían visto. Seguimos huyendo y le grité que no mirara hacia atrás; gracias a Dios no hubo discusiones, y nos pareció ver por delante que la salida lateral estaba milagrosamente abierta. Nos dirigimos hacia el pórtico, lo cruzamos y agradecimos al cielo que todo hubiera finalizado; aunque todavía no para “ellos”.

Corrección ejercicio puntuación

Juan Marsé

En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña: el barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral, en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda, sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer; si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol.

Pero en los días grises, la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud, y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta, remota y gris, como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos, lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca. A ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después, la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo nos miro de soslayo con su ojo de plomo.

—Un día de mil demonios —dijo Marés sentado al volante, y convidó a fumar—. Abrid bien los ojos.

Habló con su voz de ventrílocuo, sin mover los labios. Y como en sueños, a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos, vimos cruzar el descampado, viniendo hacia nosotros, a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre.

Juanito Marés escrutó a David y a Jaime, en los asientos de atrás, y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas, comprendí que me había elegido:

—Bonitas piernas —dijo mirando a la mujer.

—Sí, jefe.

—¿Te gustan?

—Ya lo creo, jefe.

—Pues no la pierdas de vista.



Vargas Llosa

Cuando no jugaban fulbito, ni descendían al barranco, ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine. Los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film. Los domingos eran distinto. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores; sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general, se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco, llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar y se burlaban del hermano que protestaba: «Ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido», Y, a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y el tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

jueves, 25 de marzo de 2010

Rubén

Así lo puntea:

En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral, en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda; sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer. Si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol. Pero en los días grises, la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud, y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta remota y gris como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos, lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca; a ratos, el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después, la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y, antes de remontar el vuelo, nos miró de soslayo con su ojo de plomo.

—Un día de mil demonios —dijo Marés, sentado al volante y convidó a fumar.

—Abrid bien los ojos —habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios y como en sueños, a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos. Vimos cruzar el descampado, viniendo hacia nosotros, a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre. Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas, comprendí que me había elegido.

—Bonitas piernas —dijo, mirando a la mujer.

—Sí, jefe.

—¿Te gustan?

—¡Ya lo creo, jefe!

—Pues no la pierdas de vista.


Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine los sábados. Solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film.

Los domingos eran distintos. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general, se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua: cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar, y se burlaban del hermano que protestaba.

—Ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido.
Y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos, y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Daniel

Así lo puntea:

En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte, y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda, sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer. Si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol. Pero en los días grises, la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta remota y gris como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos lloviznando y con ráfagas de viento helado cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca. A ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después, la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo nos miró de soslayo con su ojo de plomo.

―Un día de mil demonios ―dijo Marés sentado al volante, y convidó a fumar―. Abrid bien los ojos ―habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios, y como en sueños a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos, vimos cruzar el descampado, viniendo hacia nosotros, a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre. Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí al clavarme el codo en las costillas. Comprendí que me había elegido.

―Bonitas piernas ―dijo, mirando a la mujer.

―Sí, jefe.

―¿Te gustan?

―Ya lo creo, jefe.

―Pues no la pierdas de vista.


Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine los sábados. Solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film. Los domingos eran distintos, en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima, por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia, o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas, los otros los seguían por la avenida Larco, llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar, y se burlaban del hermano que protestaba, ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido; y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos, y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

sábado, 20 de marzo de 2010

Javier

Así lo puntea:


En los días luminosos, y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro, y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral, en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda, sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer.

Si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol.

Pero en los días grises la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud, y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta remota y gris, como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos, lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial.

Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca. A ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y ,antes de remontar el vuelo, nos miro de soslayo con su ojo de plomo.

-Un día de mil demonios, dijo Marés, sentado al volante, y convidó a fumar.

-Abrid bien los ojos, habló con su voz de ventrílocuo, sin mover los labios y como en sueños, a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos. Vimos cruzar el descampado viniendo, hacia nosotros, a una mujer con boina y gabardina, clara muy pálida, y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre. Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas comprendí que me había elegido.

-Bonitas piernas, dijo mirando a la mujer.

-Sí, jefe.

-¿Te gustan?

-Ya lo creo, jefe.

-Pues no la pierdas de vista.



Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine.

Los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film.

Los domingos eran distinto: en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores -sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima-, por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y, desde una banca, pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas.

Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar, y se burlaban del hermano, que protestaba: “ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido”.Y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos, y el tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Mirta

Así lo puntea:


En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir; a veces sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda, sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer, si te fijas mucho claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol, pero en los días grises, la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta remota y gris como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo, de estos lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca; a ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua, después la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo, nos miro de soslayo con su ojo de plomo.

— Un día de mil demonios, dijo Marés sentado al volante y convidó a fumar.

— Abrid bien los ojos— habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios y como en sueños a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos.

Vimos cruzar el descampado viniendo hacia nosotros a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre, Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas comprendí que me había elegido.

— Bonitas piernas, dijo mirando a la mujer, sí jefe, ¿te gustan?

—Ya lo creo jefe.

—Pues no la pierdas de vista.



Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco, ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine los sábados. Solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film.

Los domingos eran distintos, en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima, por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas, los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas.

Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto furiosamente enemistado con el de los varones; entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar y se burlaban del hermano que protestaba: ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y el tenía que soportar esos ultrajes: la cara roja de vergüenza pero sin apurar el paso, para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

lunes, 15 de marzo de 2010

Pilar

Así lo puntea:

En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral, en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda; sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer. Si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol. Pero en los días grises la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud, y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta, remota y gris como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos, lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca; a ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo nos miró de soslayo con su ojo de plomo. Un día de mil demonios dijo Marés sentado al volante, y convidó a fumar.

—Abrid bien los ojos —habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios y como en sueños, a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos. Vimos cruzar el descampado viniendo hacia nosotros a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre. Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas comprendí que me había elegido.

—Bonitas piernas —dijo, mirando a la mujer.

—Sí jefe.

—¿Te gustan?

—¡Ya lo creo jefe!

—Pues no la pierdas de vista.


Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine los sábados. Solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film.

Los domingos eran distinto: en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central vestidos todavía con sus uniformes y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia, o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua: cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar, y se burlaban del hermano que protestaba.

—Ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido. Y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza pero sin apurar el paso, para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

domingo, 14 de marzo de 2010

Ejercicio de puntuación

Juan Marsé:


En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña el barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir a veces sin embargo más allá del puerto y su rompeolas más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer si te fijas mucho claro si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol pero en los días grises la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud y no consigue ir más allá la ciudad se aplasta remota y gris como una charca enfangada un agua muerta fue un día malo de estos lloviznando y con ráfagas de viento helado cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca a ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire silenciosa y oblicua después la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo nos miro de soslayo con su ojo de plomo un día de mil demonios dijo Marés sentado al volante, y convidó a fumar abrid bien los ojos habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios y como en sueños a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos vimos cruzar el descampado viniendo hacia nosotros a una mujer con boina y gabardina clara muy pálida y muy guapa y llorosa era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí al clavarme el codo en las costillas comprendí que me había elegido bonitas piernas dijo mirando a la mujer sí jefe ¿te gustan? Ya lo creo jefe pues no la pierdas de vista.




Mario Vargas Llosa:


Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana iban al cine los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma generalmente a la galería se sentaban en la primera fila hacían bulla arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film los domingos eran distinto en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central vestidos todavía con sus uniformes y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios en las tardes iban al cine esta vez a platea bien vestidos y peinados medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar algunos debían acompañar a sus hermanas los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas las muchachas del barrio tan numerosas como los hombres formaban también un grupo compacto furiosamente enemistado con el de los varones entre ambos había una lucha perpetua cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar y se burlaban del hermano que protestaba ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido y a la inversa cuando uno de ellos aparecía solo las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y el tenía que soportar esos ultrajes la cara roja de vergüenza pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

jueves, 4 de marzo de 2010

Lo que el mar nos devuelve.

Norberto Zuretti

Lunes, 4.05 de la madrugada.

      El ómnibus llega a la Terminal de Retiro treinta minutos después de que Cristian Robledo finalmente encontrara una posición cómoda en el asiento y lograra dormirse. Uno de los conductores lo despierta, y entonces desciende malhumorado al nocturno aire caliente de Buenos Aires, las luces doradas de la plaza, el continuo desplazarse de pasajeros, yendo y viniendo mientras arrastran sus valijas y cargan críos y bolsos. Bosteza, y camina hacia Avenida Libertador pensando en lo diferente que había resultado el viaje con respecto a lo que esperaba. Le pesa la mochila, más por el estrés que por la escasa ropa, el par de zapatillas, el grabador, el sobre con las fotos.
      El miércoles se había quedado hasta tarde en la redacción, esperando a ver si Sofía se decidía a ir con él al pre-estreno de la última película de Terry Guillian. La aguardó tan sufrida como inútilmente hasta que apareció la Flautita Llorente buscando un reportero para encargarle una nota con su voz aguda y los pelos revueltos. Por más que miró a un lado y al otro, él era el único disponible así que, arrolladora como siempre, se le plantó en el escritorio, le arrojó un recorte periodístico y se lo propuso. Cristián le insistió con que él pertenecía a la sección deportes, que nunca había hecho policiales, pero la Flautita lo seducía explicándole que tenía pasaje en un coche cama para esa misma noche, con cena incluida y apenas se trataba de una nota de principiantes, nada más un recorrido por el lugar, un paseo por la comisaría o el juzgado, un par de reportajes y el sábado y el domingo libres para disfrutar de la playa con los gastos pagos. A todo ésto a Cristián, que ya se aburría de que todos los domingos lo destinaran a ver a River, le entusiasmaba bastante la idea de pasar el fin de semana en la costa, desenchufarse un poco de los partidos y del puterío entre semana, tirarse al sol y tomar recaudos en lo posible al meterse en el mar ya que no se olvida nunca de la cantidad de aguas vivas que hay en Monte Hermoso. Y viento, también tenía presente el viento pero cualquier cosa resultaría más gratificante que narrar una nueva derrota de su equipo favorito.
      -¿Una pierna…? –todavía se acuerda que le preguntó a la Flautita, estupefacto, mientras guardaba el recorte y el pasaje.
      -Nada más veinte líneas –le contestó ella ignorándolo.
      Ahora el calor lo envuelve en una cáscara pegajosa. Se le va el sueño, piensa que puede pasar primero por la oficina, transcribir las grabaciones, preparar la nota y después irse a eso de las ocho o nueve a dormir todo el día en su casa.
      No son tantas veinte líneas. Y en una de esas está ahí cuando llegue Sofía, La última de los Cohen, tocaba esta semana.
      Cruza la avenida, y se sube al primer taxi.



Jueves, 6 horas 30.
En la terminal de ómnibus de Monte Hermoso.
Entrevista a un policía.


      -Sí, vengo de Buenos Aires…, por la aparición del lunes, ¿lunes…, no?
      -No, no, usted seguramente habla de lo del sábado, el sábado por la noche, a las 23 horas exactamente, fue por el lado de Pehuen Co…, un pescador ¿sabe…?
      -¿Un pescador, se le enganchó en la línea?
      -Nada que ver, acababa de sacar una corvina de unos diez kilos, y en el forcejeo revolvió la arena…, ahí apareció…
      -Dígame, agente, ¿a dónde me dirijo para buscar información?



Jueves, 8 horas.
Comisaría local.
Comisario Rodrigo Fuentes.


      -Lamentablemente, no somos nosotros la fuerza involucrada en estos expedientes. Usted tiene que dirigirse a Prefectura, es su jurisdicción. Y tiene razón, es un hecho de lo más extraño. No, nunca nada parecido, pero ya va a aparecer el culpable. Encantado, señor Robledo.



Jueves, 10.35 horas.
Sede de la Prefectura Naval


      -No, señor, el Prefecto no lo va a poder atender, tiene que ver al Principal Gamarra, de prensa.
      -Pero, ya le dije que me envió Gamarra.
      -Eso fue hace una hora, recién el Principal dio la orden.
      -Una hora porque me tuvieron esperando…
      -El Principal Gamarra, tiene la oficina a la vuelta de este pasillo, ¿lo acompaño…?



Jueves, 11 horas.
Principal Gamarra.


      -Mucho gusto, Robledo, y así de antemano le pido disculpas. Sé que usted quiere información sobre los hallazgos de la noche del sábado, pero tengo que informarle, perdone la redundancia, que estoy bajo secreto de sumario. No me está permitido decir una palabra sobre el caso.
      -Perdón, Principal, ¿hallazgos…, apareció algo más?
      -Lo lamento, señor periodista, tengo obligaciones y…
      -Una sola cosa, ¿a quién me dirijo para…?
      -Al Juez Loyola, él lleva la causa.



Jueves, 11.40 horas.
Ángel Torremolina, secretario del Juez Loyola.


      -No, el doctor Loyola no lo puede atender.
      -¿Puedo ver el expediente?
      -Tampoco, en tanto no se levante el secreto de sumario.
      -¿Hay en la zona antecedentes de hechos similares?
      -Le dije que no puedo opinar.
      -¿Realizaron más hallazgos?
      -Por favor…
      -La pierna… ¿era de varón o de mujer?



Jueves, 18.50 horas
Gabriel Yrigoytía. Redacción del periódico Aires del Sur.


      -¿Usted estuvo ahí, lo vio?
      -Asqueroso, parecía hecha de barro, y tenía una zapatilla, parecía de marca pero estaba cubierta de arena barrosa y conchillas y algas.
      -¿Varón o mujer?
      -Aún no se sabe…, o no lo dicen, los de la morgue no sueltan prenda. Para mí que era de varón, pero también dicen que estando tanto tiempo en el agua se hinchan, vaya uno a saber.
      -¿Así que no es reciente?
      -Debe haber estado en el agua unas tres semanas. ¿Quiere ver las fotos?, lléveselas, una colaboración de Aires del Sur, no se olviden de nombrarnos.
      -Y dígame…, ¿qué sabe de los nuevos casos?
      -Las noticias vuelan…, por ahora son solamente rumores, no hay nada oficial, todavía.



Jueves, 19.30, a domingo, 21 horas.
Entrevistas a gente por la calle.


Una típica señora de vacaciones.

      -Espeluznante, encima de noche, ¿usted se imagina?, con la luz de las farolas, tétrico, ¿no le parece?
      -Usted estaba presente…
      -No, a mí me lo contó una vecina, pero ella tampoco estuvo, a la mañana se lo contó el portero, la mujer se pasa el día con los noticieros, salió hasta en los canales de Buenos Aires. Debe ser otro sátiro suelto. ¿A dónde vamos a ir a parar?



Una pareja joven.

      -Estaba toda podrida, qué querés, un mes en el agua.
      -Nadie dijo un mes, vos te pirás.
      -Bueno, pero hasta daba olor.
      -¿Vos qué sabés?
      -Un cadáver de tantos días tiene que dar olor.
      -No era un cadáver, era una pierna.
      -Es lo mismo.
      -¿Ah, si…, a vos te parece que son lo mismo un cadáver y una pierna?



Una abuelita con sus dos nietos.

      -Esto es único acá en Monte Hermoso, desde que aparecieron los submarinos nazis en aquella época hasta esto de ahora, date cuenta que somos el país de las maravillas en el que flotan pescados, aguas vivas, piernas, brazos, orejas…
      -¿Ya está confirmado que hay más casos…?
      -No creas todo lo que te digo, hijito, que oigo tan mal que te puedo estar contando cualquier cosa. Pero Monte Hermoso igual vale la pena, es el paraíso, a pesar de los políticos.



De una entrevista en un noticiero local.

      -Con un tema así, yo no puedo evitar preguntarme: ¿quién saca beneficios de todo ésto?
      -¿A usted quién le parece?
      -Ninguna duda, hasta que surgió esta noticia el tema del día era que Bevilaqua, el secretario del intendente, está casado con Marcela Rossi, la hermana del dueño de Constructora de la Costa, la empresa que se lleva todos los contratos de obras públicas y encima le acaban de adjudicar la construcción de la planta potabilizadora, en forma directa, sin licitación y a precios astronómicos. ¿Y usted sabe quién lleva la causa de este hecho de corrupción? El juez Loyola, el mismo que investiga la aparición de esa maldita pierna.



Tres jovencitas.

      -Es siniestro, ¿vos te imaginás estar ahí nadando y de golpe te enganchás con una cabeza, con un pie?, yo me muero.
      -Grotesco, antes eran las aguas vivas, y ahora ésto, tienen razón los ecologistas cuando dicen que el agua está contaminada.
      -Para mí, que es una treta publicitaria, vas a ver, después te salen con que quedó así por no proteger sus várices con pomadínpirulito o qué sé yo.
      -Contame vos, la que hablaste primero, ¿sabes algo sobre si ahora pareció una cabeza o un pie?



Un pescador

      -Cabeza…, no, sobre cabezas no escuché nada.
      -¿Algún pie?
      -Hace un rato un vecino me estaba contando que escuchó algo por la radio.
      -¿De un pie?
      -Me parece que sí. El año pasado, sin ir más lejos, llegó a la costa una maraña de algas, entre ellas había peces muertos, y se encontró un dedo.



Un señor mayor.

      -Del dedo no me enteré, la gente dice cada cosa. No me creo tampoco lo de la pierna, por más fotos que saquen en los diarios. Es fácil, pasás una noche por el cementerio, le pagás una cerveza al sereno y te vas cargado con orejas, pies, manos, brazos, lo que quieras, y lo vas tirando un día algo por aquí, a los pocos días otro por allá. Y vienen los diarios y sacan fotos y todos nos comemos el verso y nos pasamos las horas hablando del tema. Es el intendente que pretende distraernos porque se está llevando toda la plata de los impuestos. Y el hijo del intendente es socio del juez que lleva la causa. Piernas…, já, no me haga reír. Corrupción es lo que hay. Por favor.



Otro pescador.

      -No, no estuve ahí esa noche, pero siempre pesco por esa playa y lo conozco al Gringo, el que encontró la pierna, se da bien la corvina de noche. Le decía que hace dos años, durante algo así como un mes, aparecían pescados muertos flotando hasta la costa. Algo debe haber dando vueltas por ahí, ¿no cree? Además, ¿no le contaron…?, se detuvo el viento cuando el Gringo encontró la cosa, yo estaba a dos kilómetros, y me di cuenta. Cuando aparecieron los pescados muertos también se había detenido el viento.



Diego, conserje del hotel.

      -Mirá, algo se está escondiendo, te aseguro que se está escondiendo algo, y algo muy grosso. Ya se rumorea que aparte de la pierna y de un brazo… Y fijate que las autoridades no hablan, ni la policía, ni Prefectura, ni los del juzgado, que siempre tienen la manía de aparecer por televisión.
      -¿Un brazo decís…?, a mí me contaron también de un dedo.
      -¿Un dedo…?, ésto se pone cada vez peor, debe andar suelto uno de esos asesinos seriales, como en las películas, un doctor Lecter nacional, o algo así, que deshecha las partes que no le gustan.



Gabriel Yrigoytía. Conversación telefónica.

      -Quería saber qué me puede decir usted sobre la cantidad de hechos de corrupción que asolan el municipio.
      -¿Hechos de corrupción?, que yo sepa hay causas penales abiertas, pero nadie está condenado.
      -¿Y sobre que el intendente recibe comisiones de todos los grandes negocios que lleva a cabo la municipalidad?
      -Me parece una barbaridad que se diga algo así.
      -Dígame, ¿es verdad que el propietario de Aires del Sur, es el padre del secretario Torremolina?
      - …
      -Señor Yrigoytía…, hola…, hola…



Miriam y Lorena, dos pasajeras del micro.

      -Yo igual la pasé bomba, lo más es Monte Hermoso, qué importa lo del loco suelto, todos nos rechiflamos en Monte. Aguante, Monte Hermoso.
      -A mí, la verdad que me dio miedo, desde que apareció la pierna me pasé cerrando todas las ventanas, hasta los postigones. La Lore dice lo que dice pero ella se sintió segura porque yo atrancaba todo. ¿Vos te imaginas, las dos durmiendo y de repente nos despierta un tipo con un inmenso cuchillo?
      -Já…, y te susurra vengan, nenitas, vengan que me quiero hacer un collar de pezones.



Lunes, 9 horas 20 minutos.

      Ya está. Ocho páginas. Mil cuatrocientas ochenta palabras. Doscientos treinta y una líneas. Y ni por ahí Sofía. ¿Cuál era la extensión que le habían pedido? Cristian Robledo lleva el mouse hasta el ícono de guardar, y clickea con el botón izquierdo. Recién en este momento siente la carga sobre los hombros, cuánto le pesan los párpados, las contracturas que del cuello se expanden y bajan hasta la cintura. Pero, en contra de sus deseos, no llega a relajarse.
      -Che, viajero, ¿ya tenés las veinte líneas? –casi lo sobresalta la voz chillona de la Flautita Lorente.
      Comienza a respirar despacio y hondo mientras se levanta. Guarda el grabador en la mochila, y deja sobre el teclado un sobre papel manila. Entonces se vuelve y le dice a la Flautita:
      -Ahí tenés todo, y hasta fotos te conseguí, loquita, tachá lo que se te antoje y armá tus veinte líneas vos misma, me voy a casa, hace cinco noches que no veo mi cama…, y te aviso, Flautita, ésta fue la última, vuelvo a deportes, algún día le tocará a River ganar un partido.

lunes, 1 de marzo de 2010

Una noche de milonga

Mirta Leis

      Las últimas gotas de vino tinto se deslizan cuello abajo en la botella. Una copa regordeta de pie alto las espera sedienta. Pedro, observa el líquido aterciopelado que parece balancearse al compás de la música que invade el salón y demora cuanto puede, el trago final.
      Las luces dibujan los rostros felices de los bailarines mientras el suelo se tapiza con extraños firuletes de zapatos relucientes. Las mesas pequeñas de madera lustrada, albergan candiles y flores silvestres que perfuman suavemente el lugar de los que no bailan. Suena La yumba invitando a la danza. Allí está Pedro, con su timidez escondida en una copa de vino a punto de terminarse.
      Sus amigos lo torean, las risitas socarronas se acompañan de preguntas insidiosas —Y Pedrito, ¿hoy te vas a animar?— le dice Carlos al oído palmeándole el hombro. Una y otra vez es blanco de las bromas, a las que responde, inocentemente— Déjenme terminar la copa, después voy. Como la conversación se vuelve insistente, decide enfrentar sus miedos.
      Se levanta. Camina despacito, rozando el rojo del piso, como si temiera herir las baldosas, como si en vez de estar en la milonga, entrara a una iglesia para hincarse en el altar.
      En mitad de camino se arrepiente y tuerce el rumbo. Los zapatos negros crujen demostrando que son nuevos y el pantalón oscuro los lustra con la cadencia de cada paso. Unos ojos lo miran burlones, es Carlos, su corazón golpea fuerte y grave, como un instrumento más que se integra a la música del lugar. Respira profundo, alcanza la barra y se desploma en un taburete. El bandoneón invade sus oídos calmando el contrabajo que golpea su pecho. Busca ansioso un auxilio: Su prima Laura está bailando, ella no podrá ayudarlo; tal vez Ana, la vecina del quinto, o Estela, su compañera del curso de idiomas… pero sus amigos se la han hecho difícil y adivinándole intención están bailando con todas ellas y lo saludan moviendo la mano con picardía.
      Pasea la mirada con disimulo buscando alguna conocida, pero es inútil, no encuentra a nadie. Se apoya sobre la barra. Mira entonces una falda vibrando con Yo soy María, en dirección a Carlos. Es roja, ceñida, parece tener vida propia. Se queda allí, mirando extasiado, perdido en aquel infierno sugerente que se desliza por la pista. El tiempo transcurre y Pedro no quita los ojos de la pollera que danza hasta que se pierde entre el gentío. La busca en cada giro, en cada ocho, en cada sentada de los bailarines, hasta que una voz lo saca del encanto, suena con acento divertido, casi como un cascabel. —¿Te gusta?—dice ella mientras muestra coqueteando su falda roja. La mira asustado. — ¿De qué hablas?—Se le ocurre decir. Ella hace sonar una corta carcajada, lo toma de la mano y lo empuja hacia la pista de baile.
      Simplemente lo obliga a enlazarla, toma su mano y apoya su cara tibia sobre las mejillas de Pedro. — Bailemos— le dice rozando su oreja con los labios, mientras se escucha Taquito Militar y un revuelo de figuras, extraños muñecos que se muevan ante sus ojos, decoran el espacio que parece hundirse bajo sus pies. El cuerpo voluptuoso se pega al suyo, su piel, cálida como la música, le quita todos los miedos al compás del dos por cuatro. Sólo siente, tiembla y baila, una y otra y otra vez, hasta quedar casi extenuado en el embrujo de la danza.
      — ¿Me acompañas a casa?-le dice de pronto mirándolo a los ojos. Asiente sin palabras y camina, fascinado, detrás de la falda roja que zigzaguea marcando el rumbo hacia la puerta. A lo lejos, escucha a Carlos que grita —¡Bien Pedrito!—entre los aplausos de algún amigo.
      El frío de la noche porteña lo envuelve. Ella se prende mimosa de su brazo. El rumor del tránsito le quita las palabras y se deja conducir por el taconeo rítmico entre las luces de la ciudad. El edificio, algo despintado, marca la llegada. Tiembla. Tres cuatro ocho, Segundo Piso, como el tango piensa, mientras el ascensor le devuelve su imagen asustada en el espejo.
      Las llaves abren el departamento. Ella enciende las luces y lo invita a entrar. Cierra la puerta. Entonces, Pedro, conoce el paraíso.