Pensando en ti, a la manera de Serrat, miraba los defectos del cielorraso mientras veía tus ojos pardos acercarse. La imagen parecía tan real que casi podía tocarla. Estaba a punto de gritar tu ausencia cuando sonó el timbre del teléfono. Conteniendo el suspiro atendí la promoción de llamadas que una máquina ofrecía impersonalmente para solucionar inmediatamente y de la manera más económica todos sus problemas de comunicación por una módica suma mensual…
De regreso a la cama no pude encontrarte por más que recorría el cielorraso una y otra vez con la mirada ansiosa. Los minutos llenaron la tarde con evocaciones felices que terminaron por deprimirme aún más. Otra noche de insomnio hizo que decidiera poner manos a la obra en alguna labor que ocupara el tiempo libre y borrara tu recuerdo del techo descascarado.
Unos pantalones en desuso y aquella camisa beige que dejaste en el placard sirvieron de atuendo para la tarea de pintora. La lija borró imperfecciones y el blanco enmarcó el cielorraso con luminosidad propia. Las paredes en tono azul pastel hicieron el resto. Me sentía casi feliz. Continué con la idea de cambios y encaré la oscura escalera de acceso al departamento. Era estrecha, oscura, con escalones en cerámico esmaltados en marrón.
El descenso fue algo tortuoso porque la vieja escalera se chocaba con las paredes, pero el Tú puedes que alguna vez escuché en la tele me ayudó a completar la tarea.
Una vez abajo me di cuenta de que la entrada era tan pequeña que apenas podía albergar las patas de hierro extendidas y firmes para no caerme al encarar la pintura.
No había lugar para el tarro con el esmalte así que tuve que levantar la escalera y colocarlo justo debajo de ella. Había pocos centímetros libres alrededor: por los laterales las paredes apenas permitieron que cruzara, inclinándola, hasta alcanzar los peldaños que habían quedado mirando hacia la calle, apoyados sobre la puerta de madera.
Llené un pequeño balde para sostenerlo con facilidad y subí con la pintura blanca, la brocha y el tarrito a mi viejo pedestal de hierro y maderas.
La escasa estatura dificultaba mi tarea, poco a poco los brazos comenzaron a dormirse por la incómoda posición de trabajo. Decidí bajar un ratito, sólo podía descender hasta el tercer escalón contando desde el suelo, ya que la espalda chocaba contra la puerta. Desde allí, cruzaba la pierna por sobre las patas de la escalera y deslizándome sobre la pared, con un salto ágil alcanzaba los escalones. Era complicado.
Subí a la planta alta a ponerle algo de ironía a mi tristeza. Elegí a Sabina, el Nano me hacía llorar y no combinaba con el curso de autoayuda que sin dudas estaba dando resultados.
A las once bajé a seguir la tarea.
Cuando hice la pirueta para subir me pareció escuchar un crujido pero lo atribuí a los movimientos propios de la incómoda posición, la escalera era vieja pero parecía estar en buen estado, aparte las patas quedaban trabadas entre los escalones de acceso y la puerta impidiendo que se abra si fallaban las cadenitas de seguridad.
Con satisfacción veía la luminosidad que el blanco estaba creando en el ambiente, y decía como en el curso de la tele, Lleva luz a tus rincones oscuros, mientras arremetía con pinceladas el cielorraso.
El espacio perpendicular a mi cuerpo estaba cubierto, para seguir necesitaba otra escalera, una articulada, que pensaba traerme por la tarde mi amigo Carlos.
Tú puedes
repetía el slogan en mi cerebro herido en su amor propio, y estirando los brazos traté de alcanzar más allá con la pintura…, sí, puedo, claro que puedo y está quedando hermoso.
Arriba Joaquín se reía con 19 días y 500 noches y yo probaba por el flanco izquierdo estirándome al máximo, solo tenía que poner el pie bien afirmado y seguir pintando sin distracciones. El teléfono sonó interrumpiendo la concentración del momento, descruzo la pierna y sin saber cómo termino cayendo por el interior de la escalera justo dentro del tacho de pintura. Encerrada en aquella jaula de hierro y mojada las piernas de blanco, pasé largo tiempo pensando cómo escapar de la improvisada prisión, ya que la escalera estaba acodada. Tú puedes, repetía mentalmente en un ataque de risa, llanto y rabia.
Moví como pude la jaula hacia el único lado en que podía inclinarla hasta que cayó junto conmigo, los escalones de cerámica golpearon mi cuerpo por el frente, mientras por la espalda sentía el otro brazo de la escalera castigando la espalda y mis pies seguían atrapados por el tarro de pintura, que, al caer, lentamente se desparramaba sobre el piso y escapaba por la puerta.
Arriba el teléfono seguía sonando y Sabina, frenético, llenaba la estancia con su voz.
Me arrastré sobre el piso para salir por la cúspide de la escalera. Magullada subí uno a uno los escalones dejando un rastro blanco.
Cuando llegué a la sima giré dolorida para mirar el desastre. Las huellas blancas resaltaban sobre el piso marrón: la luz, dijo mi mente enganchada en el programa de autoayuda. Subí pensando en olvidarte comprando pintura negra.