sábado, 15 de marzo de 2008

La caja roja (ejercicio)

Norberto Zuretti

      En una esquina oscura, mirando hacia la fachada de una casa relativamente moderna que se encuentra a pocos metros sobre la vereda de enfrene, están Amilcar, Imelda y el Chapulín. Amilcar balancea en sus manos un manojo de llaves. Los tres espían a los alrededores, no hay nadie, no pasan vehículos, no se escucha nada, el barrio parece una tumba desolada apenas lamida por el aliento impreciso de la luna.
      —Entremos —dice el Chapulín—, nos queda poco tiempo.
      —Pero… —protesta Amilcar—, nos dijeron que debíamos estar seguros antes de…
      —Venga —lo interrumpe Imelda—, que no nos vamos a quedar toda la noche debatiendo sobre el sexo de los ángeles, no es una casa demasiado grande, no ha de llevarnos mucho tiempo.
      Amilcar prueba con la primera llave que, por supuesto, resulta incorrecta. La segunda no entra en el orificio, la tercera sí, pero no alcanza a girar.
      —Anda, préstame ese llavero, que tú eres incapaz de acomodar un libro en un estante, mucho menos podrás con estas minúsculas llaves -Imelda se hace cargo del manojo, y en un par de intentos consigue abrir la puerta.
      —Coños, tío, ¿qué dónde nos vamos a meter? —pregunta el Chapulín, mientras busca el interruptor y consigue encender las luces. Acceden a un hall distribuidor, a la izquierda hay una arcada que da a un living comedor totalmente amoblado. Van encendiendo luces a medida que ingresan a los ambientes. Todo se encuentra muy limpio, evidentemente la vivienda está habitada, a pesar de padecer una mala ventilación, se huele a encierro. Al fondo una escalera sube hacia la planta alta, a un costado dos puertas, una da a la cocina, la otra al sótano.
      —Parece que no hay nadie —opina el Chapulín.
      —Pero claro, hombre —Amilcar se ufana, como si acaso supiera—, ya nos avisaron que la casa estaría vacía, ¿tú qué te esperabas?
      —Joder con este asunto —se defiende el Chapulín—, para mí ésta es la primera vez, ¿qué voy a saber yo de qué va esto?
      —Pues estamos igual, tío —dice Amilcar y luego se vuelve hacia Imelda—, ¿y tú, mujer, también es tu primera vez?
      Pero ella acaba de dar un paseo por el living, se detiene frente a ellos, y dice:
      —No tenemos demasiado tiempo, ya van a ser las tres, nos quedan menos de cuarenta minutos para encontrar la caja y mucho espacio para revisar, ¿por dónde empezamos, no creen que deberíamos separarnos, cada uno a una planta?
      —Claro —objeta el Chapulín, muy mordaz y nervioso—, que así vamos a cometer las estupideces de las películas, para que nos vayan matando de a uno por vez. Que no, que yo solo no voy a ningún lado, los tres juntos o nada.
      —No nos alcanzará el tiempo, yo insisto en separarnos —se mantiene Imelda en su postura—, esta casa está llena de muebles y estantes y roperos, tenemos mucho que revisar, seguro que la caja no va a estar a la vista, que ese debe ser el intríngulis de este juego.
      — ¿Juego, pero tú le llamas a ésto un juego? –también Amilcar parece nervioso.
      —Pues que no tengo idea de qué va —responde ella—, pero lo cierto es que mientras nos la pasamos charlando el tiempo se acaba. Anda, si sois unos cojonudos, me voy yo a revisar la planta alta y quédense ustedes por aquí y con el sótano —y, absolutamente decidida, sube por la escalera.




      En la planta alta hay un estar íntimo, al que dan dos dormitorios y un baño. Imelda entra al baño, un baño común, una cortina de plástico transparente sobre el lateral de la bañera, una toalla abandonada sobre el bidet, cremas, cepillos de dientes, peines, jabones, perfumes y potes amontonados en la repisa del lavatorio. Ninguna caja roja. Pasa al primer dormitorio, hay dos camas individuales, una de ellas con las sábanas y la colcha revueltas, el pijama de un niño, la almohada en el piso, un placard. Revisa debajo de las camas, los cajones y los estantes hurgando entre la ropa y los sacos colgados, tratando de dejar todo tal como estaba, pero no encuentra nada. Ni en el pequeño escritorio que hay contra la ventana y que está plagado de avioncitos y tebeos. Tampoco en las puertas superiores del ropero.
      En el segundo dormitorio el panorama parece más complicado. Una cama matrimonial desordenada, un placard de cuatro puertas atiborrado de ropas de hombre y de mujer que va desplazando inútilmente, acerca un banquito y revisa los estantes superiores con idéntico resultado. Abre una caja de cartón, está llena de sobres de correspondencia, de facturas y folletos y fotos familiares, seguramente el matrimonio con el hijo, los ausentes habitantes de la casa. Ellos son muy jóvenes, alrededor de treinta o treinta y cinco años, el niño tiene unos diez u once. Estuvieron en alguna playa de la costa, y en las montañas. Abre dos valijas y un bolso y todos los cajones de las dos cajoneras, pero tampoco encuentra la caja que busca. El último intento es debajo de la cama, donde solamente hay pantuflas y pelusas y un collar con cuentas de plástico.
      Se está levantando, cuando siente que comienza a sonar un teléfono en la planta baja. Mira su reloj pulsera, que marca las tres y diez y siete.




      Imelda se aleja decidida por la escalera, el Chapulín se queda mirándolo a Amilcar, quien le dice con cierto enojo:
      —Anda, tío, que esta tiene razón y se nos va a acabar el tiempo, empecemos por la sala, tú revisa el modular, que está lleno de puertas y estantes.
      Y así van abriendo puertas y corriendo almohadones, también ellos intentan mantener el orden de las cosas que tocan. Buscan detrás y debajo de los sillones y de los muebles, pasan de largo por los estantes llenos de libros y adornos, una colección de brujas de cerámica, estuches de anteojos, varias revistas. Se les iluminan los ojos ante una pila de cajas amontonadas en un rincón, evidentemente de artículos de computación, que terminan descubriendo vacías o llenas de catálogos, manuales y publicidades.
      En la cocina, a pesar de la cantidad de puertas del mueble bajo mesada y la ala-cena, las consecuencias son similares. Ninguna caja roja, ni dentro del horno, ni en la heladera abarrotada de comestibles, ni en el micro-ondas, ni en el lavarropas, ni en el escobero, ni en el tacho de residuos, ni en la bolsa del pan, ni en la lata de las galletas.
      El Chapulín le cede el paso a Amilcar para bajar al sótano. El sótano es un cuarto muy pequeño, frío, de poca altura, con estantes atiborrados de paquetes y objetos en desuso. Todo cubierto de un polvo muy fino y etéreo que se les va pegoteando en la piel y les reseca las gargantas.
      —Están jugando con nosotros —protesta el Chapulín mientras vuelve a colocar en uno de los estantes una caja inmensa llena de cables, alambres, interruptores y artefactos de luz desarmados —, por aquí no hay ninguna caja roja, ¿de qué se tratará todo esto, acaso tú sabes, te han dicho algo más, porque lo que es a mí me han largado duro?
      —Tú sólo cállate, y busca, que es lo que debemos hacer, tío.
      —Pues a mí este asunto ya me tiene harto, tal vez la ha encontrado ella allí arriba y nosotros aquí tan, ¿tú qué crees, querrá jugárnosla?
      Entonces, amortiguado por la distancia, comienza a sonar un teléfono. Se miran sorprendidos. El Chapulín sube corriendo por la escalera.




      Imelda sortea de un salto los cuatro últimos escalones, gira hacia el living, y casi tropieza con el Chapulín, quien está sosteniendo el teléfono junto a su oreja.
      —Sí, oigo…, diga… —la ve a ella llegar, y detrás a Amilcar—, que no hay caso, no responde nadie…—les asegura—, nos están tomando el pelo estos demonios…, ¿de qué se trata todo esto, qué quieren de nosotros?
      Imelda le quita bruscamente el auricular y cuelga.
      —Pero, cabrón —le grita furiosa al Chapu—, ¿quién te ha dicho a ti que atiendas?, no deberíamos haber atendido de ninguna manera. Imbécil. Tú sí que no estás preparado para estas cosas, eres un gilipollas. ¿Y si ahora nos dejan fuera?
      —Es que el teléfono sonaba, mujer, y como no hemos encontrado nada…, por lo visto tú tampoco…, en una de esas se trataba de nuevas instrucciones, cómo voy yo a saber, ¿y tú, cómo estás tan segura de que no había que atender, eh, dinos, acaso te indicaron algo que no sabemos?
      —Mejor te callas, fanfarrón —lo mira a Amilcar—, ¿entonces, no han encontrado nada?
      —Pues sí —responde Amilcar, dudando y con poca paciencia—, montones de cajas, hay azules, verdes, pero ninguna roja, ninguna condenada caja roja. Y se nos acaba el tiempo, fijaos la hora.
      —Para mí ya se ha acabado del todo —protesta el Chapulín, nervioso, mientras se dirige a la puerta de entrada—, que ya no quiero saber más nada de nada, y aquí los dejo, me voy, y hasta nunca, quedaos vosotros con este misterio.
      Ni siquiera da un portazo, queda la puerta abierta para que la noche se cuele en un llamado silencioso de vetas plateadas. Imelda y Amilcar se miran.
      —Así que no han encontrado nada —dice ella desilusionada.
      —Nada —responde él—, ¿y ahora, qué hacemos?
      Ella se encoge de hombros, los dos miran hacia la puerta abierta.




      Se han despedido en la esquina, nada tenían para decirse, y cada uno se va por lados distintos, con las cabezas gachas y la cola entre las piernas. Imelda no puede olvidar. Repasa mentalmente las imágenes del baño y de los dos dormitorios. Nada se le ha pasado por alto, ha sido suficientemente prolija. No ha dejado un solo rincón sin explorar, ni un hueco ni un estante ni un cajón. Confía en que sus compañeros han hecho bien su trabajo. ¿Tan escondida iba a estar la maldita caja? Está por llegar a la parada del colectivo y dispuesta a una larga espera, cuando ve un inodoro partido, abandonado contra un árbol. Se detiene repentinamente. Un inodoro roto. El inodoro de la planta alta. Ella había revisado el inodoro, sí, pero no se fijó en el depósito, lo recuerda bien, se trataba de uno de esos depósitos a mochila que se aplican como respaldo contra la pared, con una tapa superior de losa que permite acceder a su recito y al mecanismo. Mira la hora, son las tres y treinta y seis. Resopla con furia contra sí misma. La orden había sido clara, tenían tiempo únicamente hasta las tres y treinta, luego debían marcharse de inmediato, sin excusas. Se lo habían repetido, irse sin excusas. Corre las tres cuadras y al llegar a la esquina descubre un vehículo estacionado frente a la casa, tiene encendidas las luces de posición, el motor en marcha, los vidrios polarizados no le permiten ver en su interior. Duda. Hay luz dentro de la vivienda, pero ahora se apaga. Sale un individuo, le parece que carga algo en sus manos, se mete en el coche. Ella corre, el auto arranca cuando lo alcanza. Está al lado de la ventanilla trasera, le parece distinguir el vidrio que desciende, pero finalmente el vehículo se aleja, dejándola inmensamente sola en medio de la calle y de la noche, con las manos vacías, y la duda creciendo.

Roja (ejercicio)

Pilar Dublé

      Quita el papel protector a los circulitos de plástico negro y los pega en el borde de la mesa. Hoy sí, hoy siente que los dedos le vibran. No durmió anoche, pensando en el pote, que es de varios millones. Son las tres; sus amigas, viejas indomables excesivamente maquilladas, de uñas brillantes y bañadas en perfume, aún no han cerrado sus negocios para venir a jugar. Tardarán un par de horas más, pero Diana espera y sonríe mientras se toma el primer trago de la tarde.

      Gabriel se sienta ante el panel de números. Deja pasar dos rondas mientras respira hondo con la boca abierta, hasta que siente la fuerza de la fortuna y marca uno, el de siempre, con los ojos cerrados. La pelotita brillante, que luce y suena como el cristal, gira dando brincos en su rueda vertiginosa… ¡El cinco!
      ¡El siete! ¡El catorce! ¡El veintidós!
      Nunca le sale su número de la suerte. Él aprieta el puño, insiste y vuelve a apostar, bajando en escalones rudos: quinientos, doscientos, cien, veinte. Dos horas después sale del casino, mareado; aún no es medianoche pero la zona roja bulle y el olor a marisma que trae el viento lo despeja. Dos prostitutas de pocos años, con ropa translúcida y ojos donde se aplicó demasiada pintura se le acercan, pero él las esquiva. “¿Con qué?”.

      Las amigas de Diana la miran de soslayo cuando se retira callada de la mesa de bingo, a las once de la noche. Lleva esa boca fruncida que han visto muchas veces, donde parece que huyó el labio inferior: acaba de gastarse un dinero, el último. El que era para pagar la luz y hacer mercado… ¿y ahora?
      Abre la puerta de su casa con cuidado, como si aún hubiera alguien a quien despertar. “Ojalá fuera una translúcida esmeralda”, piensa, pero no es así. Apenas una espinela violeta. “Pero es perfecta” –o al menos eso escuchó siempre- “y grande”. En la casa polvorienta, donde campea la dejadez, su habitación parece iluminada por un fulgor que sale por las hendijas del joyero. Es una caja muy manoseada, de cartón y terciopelo rojo. La abre, y la alhaja que siempre estuvo en los sitiales más dignos de sus tías solteronas parece pensativa. Ahora es la última joya, un pendentif que parece abandonado ante la ausencia de la cadenita de plata -ya negociada- con la que alguien, décadas antes, la lució en el cuello. Diana la contempla mientras un suspiro le dice que el pote aún estará allí mañana, en el casino, esperándola, cuando salga de la joyería. Y que lo ganará.

      Se echa a andar por la acera, sin fijarse mucho a dónde lleva la calle. El ruido de voces y cornetazos, carcajadas y músicas va quedando atrás. La brisa revuelve en un remolino los papeles contra las escaleras de un edificio. Gabriel se queda mirándolos y una luz intermitente lo baña. Es una farmacia de turno. Al atravesar la puerta suena el sistema sensor con una burda imitación de campanilleo. Espera un rato, dos minutos o menos, hasta que un farmaceuta moreno y somnoliento asoma, poniéndose la bata blanca, inmaculada y tiesa. No ve la pistola hasta que llega al mostrador. Gabriel la usa sin mirarlo y sin hablar, y hay un estallido. El cuerpo rebota hacia atrás y queda sentado contra una estantería, que se balancea y le deja caer tres cajas de ansiolíticos sobre el regazo. Gabriel abre tranquilamente la caja registradora cubierta de rojo y astillas de hueso; pulsa la tecla con el nudillo para no dejar pistas, toma el dinero y se lo pone en el bolsillo de atrás del pantalón. Arrebata un chocolate del mostrador, le quita el papel, se lo lleva a la boca, sale y desanda las calles para volver al casino.

sábado, 1 de marzo de 2008

El vientre del engendro

Marta Iris Díaz Gioffrè

      Yacía recostado contra la pared, la testa inclinada sobre el pecho, una pierna apretada contra el vientre, se escurría de su frente un sudor maloliente y enfermizo. Hacía tiempo que sus articulaciones denunciaban la artritis, obra tangible de la humedad; y la dieta cárnea le producía una gota insufrible.
      Aún el ruido más leve sonaba con el acompañamiento de múltiples ecos y hasta el gorgoteo de sus vísceras se amplificaba por la enormidad hueca del recinto.
      Meditaba cuál era su culpa, cómo ofendió a este mundo para merecer semejante castigo. Su madre lo había abandonado apenas logró mantenerse en pie y recorrer esos pasillos infinitos. A su pesar la recordaba con cariño, sus cabellos dorados eran el único sol que llevaba prendido en las retinas. En cuanto al padre, sufría en su cuerpo la marca de su filiación.
      Una corriente de aire helado le avisó que afuera reinaba la noche, se levantó arrastrando su corpachón y pensó que jamás la muerte auxiliaría la inflamación que empeoraba con cada novilunio. Supo que se acercaba la carga periódica de asumir su rol: la atmósfera cavernosa traía rebotando contra las paredes los pasos de un inocente. Se preguntó qué mentira asumiría esta vez la mansedumbre idólatra y tembló de repugnancia. Los cólicos redoblaron su empuje, el estreñimiento con que los hombres lo abrumaban, como uno más de sus tormentos, lo retorcían de dolor, y se detuvo unos instantes. Lo invadió la bronca, se despreció por ser incapaz de romper el círculo a que lo sometía esa representación infame, ¡y tan caro pagaba su impotencia! La gota lo abatía, la constipación lo humillaba; qué no daría por una fuente de frutas maduras, cuánto deseaba un buen plato de verduras, pero, sin conocer su culpa, conocía su condena, peor, porque era eterna.
      Lo vio acercarse despacio pero resuelto. Sus ojos, acostumbrados a la penumbra, descubrieron los contornos de su víctima: llevaba la cabeza inclinada hacia atrás y le supuso un gesto de orgullo, impensable considerando su destino. Lo esperó con tristeza y le habló con parsimonia.
      —¿Tienes un nombre?
      El jovencito lo miró asombrado: la bestia hablaba, y contestó con agresividad provocadora.
      —Por supuesto, soy hijo de Egeo, rey de Atenas, mi nombre es Teseo

El corazón delator

Juan Abril


      Este cuento es una conjunción de mis pasiones favoritas: los conciertos de rock, la estética gore de los jóvenes directores europeos y norteamericanos, la prosa eficaz de Clive Barker… y mi teoría (más bien fe) de que es posible estructurar un cuento como una sucesión de viñetas o imágenes cinematográficas. Al final, el acto de escribir, es como un delicado y persistente cercenar de figuras retóricas en aras de una pobre invención cosmética; un exótico “cadáver exquisito”, vomitando sobre el espacio en blanco, párrafos y párrafos aparentemente conexos, que nos conmueven, que nos vuelven seres superiores o infames, pero ya nunca iguales.

      Así, EL CORAZON DELATOR, quizás sólo forme parte de un pastiche experimental, o sea el intento abstruso de concebir una historia, pretenciosa hasta el absurdo, que aspire permanecer en la mentalidad del lector; aunque sólo sea la rimbombante metáfora de una vanidad castigada, aunque sólo desee unas limosnas de aprobación. Sin embargo, algunas tardes rojizas de otoño Limeño, o ciertas sombras reflejadas a través de mi ventana, hacen innegable la posibilidad de que mis palabras no formen parte de una verdad oculta. Carezco de falsa modestia; al fin y al cabo, un escritor no puede desdeñar sus propias excrecencias; tampoco existen críticas lo suficientemente poderosas o inteligentes que le puedan persuadir de que no haga lo que considera el único propósito, digno y justificable, que mantiene alerta su pureza creativa, pese a estar rodeado de un universo retorcido y soporífero. Por ahora, esta fábula formará parte de aquellas aborrecibles historias de aparecidos y de monstruos, que la crítica recibe siempre con burla y sin prestarle mucha atención. En cierto modo, persistir en empresas absurdas es una cualidad estorbosa y a veces fatal, de aquel que sabe muy poco y que juzga con ingenuidad una situación. La inocencia, bien decía Baudelaire, es una característica inherente a todo escritor. Negarnos esta predisposición, sobre todo en la juventud (fuente de las más frenéticas ingenuidades) es una blasfemia y una insolencia, que nos podría condenar a ese infierno estéril y lúcido de los que ya saben demasiado y que, simples como son, mueren de certeza.
I

      Donde se transcribe un párrafo de la fábula llamada En tinieblas, de León Bloy, como marco de fondo y principio para El corazón delator.


      “El Génesis es la advertencia escrita de un Dios que pretende ocultar cuánto sabe. El árbol prohibido fue la vía del conocimiento y de la vergüenza; pero cuando Adán es increpado a delatar, comete la estupidez de culpar (con su nueva y virginal comprensión) a su mujer, por haberle persuadido a que comiese y desobedeciese al arquitecto del universo. Esto me hace inferir, de manera muy directa, que la mujer comió mucho más de aquel fruto, y que por ello su género ha heredado mucha más inteligencia que el hombre, sobre todo para mentir; así como para otras cosas igual de vitales. Género delicioso, fémina natura est terribilis ut castrorum acies ordinata, la mujer también ha heredado la fea predisposición a chismorrear con serpientes intrigantes. Aun así, no olvidemos nunca a la primera mujer, Lilith, que fue hecha de lodo y que no pecó.
Dans les Ténèbres . Leon Bloy (escrito en el año tenebroso de1914)

II

      Aquí empieza la fantástica, hiperbólica y rimbombante aventura de Cerati, en medio de aplausos y luces segadoras.


      La historia comienza en Buenos aires o Dublín; para mayor economía imaginaria, digamos, Buenos aires, el teatro Colón; un telón bellísimo que se abre y un divo surgido del vapor, mientras ronronea una orquesta sinfónica. El poeta, de mirada errática y frases oníricas, no es importante; hay suficiente artilugio en sus poses para dibujar cientos y cientos de bocetos gramaticales; dibujar una escena bulliciosa y recargada contribuiría a aliviar mi horror al vacío. Sus versos, que ya me son lo suficientemente molestos e inevitables, distraen, sin embargo, mi recientemente adquirida economía prosódica, embelesándola de giros arcaicos; vastas oraciones, recargadas de kenningar (simbolismos nórdicos que deforman con belleza la forma original de lo evocado) han cumplido satisfactoriamente su función —como antaño— de maquillar la violencia y la mutilación.

      "Hoy quiero bailar desnudo y drogado sobre la mesa más hermosa del Universo. Untaré mis pies de mantequilla y danzaré para ti, Cecile", decía Cerati, observando sus manos disolviéndose entre el humo azul del escenario: "Me comeré tus ojos en una copa de cristal. ¡Cómo es posible encontrar entre todas las butacas inocuas del teatro Colón, una definición tan morbosa y letal de finura y concupiscencia!"

      El director de orquesta observaba la pantalla del monitor. Los músicos seguían atentos la señal precisa. Cerati se acomodó un mechón que caía sobre su cutis nacarado, cubierto de gotas frías de sudor. Sonrió a una miríada de ojos que se fueron diluyendo con el vapor: "Tu sonrisa es como un ramo de flores exóticas, diosa mojada, flor salvaje, atardecer rojo, lluvia de verano, cordillera virginal hecha carne". La música dio comienzo, y sus mejillas se cubrieron de resplandores rojizos. El azul de su traje napoleónico resplandeció entre las luces anaranjadas del escenario, sus pasos lo aproximaron a un público extático que lo admiraba desde un abismo de butacas y oscuridad. La mirada de Cerati se hizo transparente, dichosa, cubierta de inteligencia y sensualidad atemporal.


      El fagote dibujó un breve susurro en el espacio; el cello se explayó con grave sensualidad; el oboe sonó como un lamento y su sonido fue como un canto que intentara rozar la cúspide del arrebato místico. Cerati sonreía dramáticamente, con los ojos cerrados; se llevaba la mano al pecho, moviendo la cabeza, siguiendo el ritmo de la canción. Al abrir los ojos, su expresión fue arrogante y feliz; sus labios segregaron un brillo matizado de rubores carmesíes:
      —Como un Mantra, de mis labios fluye todo lo que hay que conocer de ti –dijo—. Debes ser una forma compleja, un objeto de proporciones inconcebibles; una luz que emana simetría y perfección euclidiana. Podría concentrar en ti las imágenes más repugnantes, pero tu pureza no disminuiría un ápice. Todos los malvados de la Tierra deben poseer un símbolo perfecto como tú, que los redima y les otorgue esperanza; en este mundo, todo mal debería poseer y recibir la redención a través de la belleza".

      La mujer a quien iban dirigidas estas palabras, sonrió, mientras que la punta de su lengua aparecía juguetona, entre sus labios oscuros.

      Algún espectador silbó desde el refugio negro donde se encontraba la dama, pero su acción no fue capaz de romper, con su vulgaridad, la pureza musical que se deslizaba por todo el teatro, bajo la bruma de los cuernos listos para la batalla, alrededor de los tiernos jadeos de un violín, entre la conjunción orgásmica del oboe viril y del travieso clarinete.


      Los aplausos llovieron sobre el silencio de Cerati, que extendió sus brazos para recibir a la inmensidad vertiginosa que le aplaudía sin piedad; el bullicio se volvió tan poderoso que le hizo estremecer y apretar sus párpados.
      —¿Eres una hieródula?— le interrogó Cerati a través del micrófono— ¿una bacante que ha venido a devorarme, o es al revés? ¿Cómo es que conozco tu nombre, Cecile, si es la primera vez que mis ojos se encuentran contigo?"

      El director de orquesta gesticuló en medio de una batalla que era sólo suya y que no compartía con nadie, excepto con los que comprendían el lenguaje de su negra batuta, que refulgía, como una espada moderna diseñada para lidiar con el alfabeto caprichoso reflejado en su pantalla de cristal.

      Cerati respiró muy despacio. Ahora observaba sin temor, con un desprecio total, a esa criatura con miles de ojos, bocas y gritos que le aplaudía con frenesí:
      —El amor es la conjunción de todas las delicias de este mundo. Pero las delicias de este mundo, no podrán disfrutarse a plenitud si nuestra conciencia no está preparada para sentir el mismo placer ante la muerte. Así como nos enorgullecemos cuando inventamos frases sorprendentes, también debemos enorgullecernos cuando nuestra vileza aniquila lo irremplazable. ¡Fragilidad, pecado, oscuridad y jadeos irresistibles es lo que yo quiero en mi vida! Hoy mi corazón se siente delator.
      “Hoy Cecile, no me vas a decepcionar”.


      El poeta recogió las rosas que habían sido arrojadas a sus pies. Luego se dirigió hacia su camerino, donde una mujer cubierta con pieles de gamuza le aguardaba.
      Detrás del escenario los técnicos permanecían concentradísimos en la sincronía de luces y efectos de sonido. Cerati cruzó desapercibido toda esa barahúnda de seres anónimos y entró en el camerino. Al cerrar la puerta se hizo un silencio absoluto; agradeció al equipo de logística por haberle provisto un refugio a prueba de ruidos.
Al costado de un biombo cubierto de toallas, una mujer le observaba con devoción. Cerati sintió como una especie de hechizo sensual, que le embriagaba; no intuyó otro impulso que el de correr hacia esa imagen y cogerla entre sus brazos. Pensó: “Esa actitud es la decisión más perfecta, la travesura más sublime que haré esta noche”.

      ―¿Sientes mi corazón Cecile? ―, atinó a susurrar el poeta, mientras que sus dedos acariciaban una cabellera hirsuta y muy blanca. El rostro de la mujer era pálido, como un cadáver, a Cerati le pareció que flirteaba con una escultura de alabastro.

      Dos bocas chocaron con presión; una danza de lenguas y unas manos hambrientas se apretaron, detrás de un biombo pintado de dragones y guerreros medievales.

      La boca de Cerati se abría juguetona y lujuriosa mientras sus uñas, cortantes como navajas, se hundían debajo de un pelaje humedecido y caliente; los ojos de la mujer se contrajeron; los besos se habían vuelto opresivos hasta la asfixia; no era nada extraño este paisaje erótico, en donde la sorpresa y la fugacidad actuaban como un poderoso y excitante alucinógeno. Pero Cerati se sentía ahora muy lejos de ese ensueño amatorio de fin de semana, porque, en un paréntesis del tiempo y de la común realidad, unas pinzas de aspecto infame le abrieron el tórax. Provenientes de un espacio inconexo, de una infernal dimensión, racimos de tentáculos inmundos, observaron atentos, provistos de babosas membranas oculares, los labios de Cerati. Un dolor quemante, sorpresivo, terrible, empezó a crecer hasta dejarlo paralizado. El miedo más brutal, la locura y el dolor se apoderaron de sus sentidos. Las orbitas de sus ojos sangraban, cegándolo, impidiéndole ver a un ser de anatomía perversa, que estaba muy lejos de pertenecer a este mundo; de dimensiones contradictorias en donde la perspectiva ha muerto y en su lugar la fisiología y la geometría han construido formas perversas y malignas, la abominación escarbaba en su carne. Cerati trató de sujetarse del biombo que los cubría, pero un apéndice o tentáculo nauseabundo se lo impidió, mientras que, otras “extremidades” igual de repugnantes, se hundieron poderosamente, una y otra vez, en su cuerpo paralizado de terror. Enormes garfios, fríos como el hielo, traspasaron con facilidad la suave costura de su piel.

      Los dedos del poeta palparon la candente humedad rojiza brotando de su vientre. Entonces, convertida en una perversión mucosa, Cecile introdujo un bulbo que remedaba en su disformidad a una cabeza humana, a través de un agujero sanguinolento hasta ubicar el corazón aun palpitante del poeta.

      ―¿Qué eres? ―gemía Cerati, resistente aún a los estertores de la muerte. El tiempo desaparece en los momentos más dolorosos; la agonía transforma el universo en una especie de eternidad monstruosa, en donde todos los suplicios se conjugan para quebrar nuestra lógica, nuestros sueños de razón y coherencia. Con ojos agotados ya de vida, Cerati vio que la anterior y pálida figura de Cecile le revelaba ahora su plasticidad oculta, una estructura invertebrada y rebelde a toda ley física, una despiadada sorna de forma humana; una especie de sanguijuela cruel cuyas proporciones contradictorias habían reemplazado a esa anterior imagen de alabastro llamada Cecile.

      ―¡Te amamos! ―dijo el monstruo antes de arrancar sin esfuerzo una madeja de arterias desordenadas y sangrientas.

      El poeta se desplomó en el piso.

      La criatura, ahora rodeada de un halo y un frenesí que la hacían infernalmente magnifica y extravagante, hacía gala de sus formas imposibles, dejando intuir en su caos, una manufactura deliberadamente perversa y corrupta, propia de un escultor que odiaba la simetría; se deslizó airosa en su desorden, por los sótanos del teatro; cada vez más en conflicto con las formas distinguibles que la rodeaban (arriba y abajo, atrás y adelante) sus estertores trataban de insinuar acaso una especie de organización insólita, similar a un desorden cuya esencia evocara alguna inicua y milenaria belleza, fruto del eco, de gritos y de aplausos interminables. Cecile sólo atinó a pensar que el corazón de ese hombre la había llamado desde hacía mucho tiempo. Una invocación tan poderosa (en estos tiempos en donde el poder de las estrellas y el resplandor de la magia casi están extintos) era algo que ella supo agradecer con respeto, pero también con irremediable voracidad. Los siglos y las batallas no habían modificado un ápice la esencia de sus victimas; esa búsqueda infranqueable de respeto y admiración, esos gritos desgarradores y extáticos que preceden a la gloria, la habían construido y la volverían a llamar. Esta certeza interior la llenó de gozo; una profunda convicción religiosa surgió en los sucios confines de su alma. El mundo le había dado un propósito a su increíble existencia. Después de todo, ella también era una representación emergente (y una víctima) del bullicio… y de la indiferencia moderna.
      La sombra del monstruo se tornó en una silueta perfecta de mujer. Salió del teatro y desapareció entre los confines de Buenos Aires.

      A Carlos Argentino.

Organismos

Fernando Tuñón

Inicio: 11/01/2007.

      La ciudad entera es un enorme cuerpo.- Me dijo Cacho, sin inmutarse.
      -Te está haciendo mal la cerveza. -Le dije con mala cara y mirándolo de costado.
      -Te digo en serio.- Insistió. -Los edificios y las casas son su cuerpo, las calles su sistema circulatorio, los sistemas de comunicación sus sentidos, la red cloacal su sistema excretor, su gobierno el cerebro. Te digo que vivimos en un cuerpo gigantesco. - Me dijo muy serio.
      En ese momento, dos corpulentos hombres vestidos de blanco entraron al local y se dirigieron hacia nosotros. Sin decir palabra, tomaron a mi amigo Cacho por las axilas y se lo llevaron entre protestas y empellones. Miré atónito al mozo.
      - Linfocitos.- Me dijo con cara de nada mientras secaba desganadamente una copa. Le dije mil veces que con los glóbulos blancos no se jode.
Fin: 11/01/2007

Organismos II.

Inicio: 06/04/2007.

      La noche se presentaba glutinosa, caliente y húmeda. A esas horas de la madrugada la oscuridad de la noche solo dejaba traslucir fragmentos de la enorme ciudad en millones de pedacitos anaranjados, como una gran retícula amorfa y caótica. Más allá, los ambiguos contornos del paisaje solo eran demarcados por la difusa claridad lunar. En el centro, todo era un contraste de luz violenta, neones agresivos y vidrieras amigables, contra el anonimato de un callejón sin nombre y sin luz, habitado solo por gatos e indigentes. Al amparo de uno de ellos, de unos cuantos metros de oscuridad, vivía Juan. Por único patrimonio, aquella oquedad llena de basura, perros y tinieblas, pasaba allí las noches hasta que la luz diurna lo empujaba a la calle a pedir limosna. Cuando vio los dos extraños contornos humanos en la entrada, intuyó que no iba a ser una noche cualquiera. Las dos formas caminaron hasta él. Los vahos del alcohol barato, la mala o nula alimentación y el sueño salteado y tortuoso habían minado su conciencia, pero supo y pudo darse cuenta que no eran como él; sus ojos rojizos y oblicuos y su andar extraño los delataron. También su falta de ropas, de pelo y de sexo. Estaba demasiado débil y adormilado para resistirse cuando le insertaron aquel extraño instrumento en su cabeza, mientras un cosquilleo eléctrico le recorría cada nervio de su humanidad dejada de la mano de Dios. No los escuchó hablar, pero sí comunicarse.
      -”Anotá, mil setenta y dos coma cuatro.”
      -”Bajo. Muy bajo. Con este registro kármico no hacemos nada.”
      -”Nosotros sólo hacemos las lecturas. Vos no te calentés.”
      -”Cuando les llegue la factura va a ser la cosa. Sigamos, quedan varios medidores más.”
      -”Listo, vamos.”
      Las sombras de la noche y el alcohol no le permitieron determinar su partida ni el objeto de su visita, pero, así y todo, un regusto amargo lo invadió. Miró su botella. Estaba vacía. Y para peor, el boliche de la vuelta, el único que le fiaba de vez en cuando, estaba cerrado a esa hora.

Fin: 07/04/2007.

Organismos III.

      Salí a la calle cerca de las seis de la mañana. El ambiente pesado y turbio del local ya me escocía los ojos y el exceso de alcohol que circulaba por mi sangre me pedían a gritos una bocanada de aire libre. Ya sentado en un banco maltrecho, encendí un cigarrillo, mientras respiraba hondo y disfrutaba el silencio de la noche. Cada vez que se abría la puerta del lugar, una inundación de música machacona e insoportable escapaba como del infierno, junto a vaharadas de humo y sudor. Al lado del local, un callejón de frente menguado, pero profundo como la noche misma, refugio temporal de aquellos vencidos por el alcohol, el ruido y el frenesí. A algunos los traía de vuelta el amanecer. A algunos otros no. Maldiciones, escupitajos mal disimulados e insultos en voz baja fueron el preámbulo a la aparición de aquel individuo. Luego de escupir aparatosamente en la vereda un par de veces, se percató de mi existencia, con una mirada entre frustrada e impotente. Sus ojos inyectados en sangre y unos colmillos filosos sobresalientes de entre los labios daban cuenta de su condición de vampiro. Volvió a escupir sobre la vereda.
      - Es la última vez.- Dijo, con voz furiosa. - Nunca más muerdo a un borracho en un callejón. No hay caso, no hay nada peor para la gastritis como el alcohol barato.-
      Y se alejó calle abajo.

Principio y fin: 08/04/2007.